En los últimos días los medios se han hecho eco de una carta en la que más de cien premios Nobel pedían a Greenpeace que cese sus campañas contra los organismos modificados genéticamente. El posicionamiento opuesto a los transgénicos liderado por la organización ecologista no está basado en hechos científicos, pero ha concienciado a gran parte de la sociedad bajo la falsa idea de la conciencia medioambiental y de que su consumo es perjudicial para la salud. Todos los alimentos, los modificados y los que no, tienen genes que nos comemos cada día.
El debate entre científicos y organizaciones ecologistas sobre los organismos modificados genéticamente (OMG o transgénicos) no es nuevo, pero solo a veces tiene la repercusión de esta ocasión. Esto se debe, probablemente, a la última frase de la carta, referida a la actitud de Greenpeace: “¿Cuantos pobres tienen que morir en el mundo antes de que lo consideremos un crimen contra la humanidad?”
La organización ecologista ha respondido con un comunicado en el que reitera su postura y, como hace habitualmente en este debate, utiliza una serie de afirmaciones inexactas o simplemente falsas acerca de la base científica de su oposición. Así, desvía la atención del tema objeto de debate y acaba acusando a un puñado de empresas multinacionales con intereses económicos muy importantes en el sector de la biotecnología agrícola.
Desde un punto de vista técnico, la obtención de un transgénico portador de un carácter de interés se realiza mediante el aislamiento del gen responsable de dicho carácter y su transferencia a un individuo receptor que no lo posee, utilizando técnicas de ingeniería genética.
Los genes adquiridos por los individuos transgénicos (de uno a tres normalmente y diferentes en cada transgénico) pasan a formar parte de su genoma, compuesto, en el caso de las plantas, por un número variable de genes, dependiendo de la especie, que oscila entre los 25.000 de los genomas más pequeños y los más de 50.000 de los más grandes.
Estos se comportan como cualquier otro gen endógeno ya que todos los seres vivos compartimos el mismo sistema de información genética. Además, gracias al uso de la ingeniería genética, no es necesario que el organismo donante y el receptor del gen sean de la misma especie.
Preferible a la mejora genética tradicional
Esta tecnología ha permitido obtener variedades con caracteres de interés sin necesidad de provocar mutaciones masivas indiscriminadas mediante radiación o mutagénesis química, para luego seleccionar los individuos tratados que lleven el carácter que interesa, que es una de las técnicas utilizadas en la mejora genética vegetal convencional que tan bien le parece a Greenpeace.
Tras la mutagénesis se realizan cruzamientos y selección durante varias generaciones para minimizar la presencia de otros cambios no deseados, lo que puede prolongarse durante varios años hasta conseguir solo el carácter deseado, si se logra. La mejora genética convencional puede dar lugar a modificaciones genéticas mucho mayores y menos controladas que las que tienen lugar en los transgénicos.
Si comparamos las dos situaciones mediante un símil comprensible para todos de Richard J. Roberts (biólogo molecular y premio Nobel en 1993), es como si para pasar el GPS de un coche viejo a uno nuevo, deshacemos los dos coches en piezas, las mezclamos, construimos con ellas dos coches y elegimos luego el que lleve el GPS, en vez de quitar el dispositivo del coche viejo e instalarlo en el nuevo. En este caso, además, no sería necesario que los dos coches fueran de la misma marca ni del mismo modelo.
Los avances en el campo de la biotecnología de plantas han llevado a conseguir variedades transgénicas con caracteres de interés que no llevan ningún gen procedente de organismos de otras especies, sino una copia modificada del gen sobre el que se quiere incidir, desapareciendo la proteína codificada por él.
Este tipo de tecnología, basada en el RNA de interferencia, se está utilizando para la obtención de multitud de caracteres de todo tipo, ya que cualquier carácter que dependa directa o indirectamente de la desaparición de una proteína concreta podría ser obtenido de esta manera. Además, en la actualidad, se están obteniendo caracteres de interés mediante la edición de genes con endonucleasas sintéticas, técnica que no supone la incorporación de ningún gen exógeno en el genoma de la planta editada.
No existe base científica en contra
El posicionamiento en contra de los transgénicos liderado por Greenpeace no está basado en hechos científicos, como ellos quieren hacer creer. Ninguno de los trabajos realizados para comprobar sus argumentos les han sido favorables. Existen cientos de experimentos realizados por investigadores independientes y por organismos públicos de investigación que contradicen sus afirmaciones sobre los organismos modificados genéticamente.
No es posible citar en este artículo todos los trabajos científicos realizados sobre bioseguridad de los transgénicos (están a disposición de todas las personas que quieran leerlos en las revistas especializadas), pero valga como muestra la recopilación que se ha hecho recientemente en la que se analizan los trabajos realizados a lo largo de los últimos diez años.
Las campañas antitransgénicos responden, entre otras cosas, a una estrategia para luchar contra el monopolio en la producción mundial de alimentos, por lo que el objeto real son las mencionadas empresas con intereses en la agrobiotecnología. Esta postura es tan legítima como legales son las prácticas empresariales de sus adversarios.
Pero, en vez de convencer a la sociedad de la bondad de su causa, no han dudado en apelar al miedo y aprovechar la carencia de conocimientos científicos en este campo de una gran mayoría de la población para mentir en las campañas y tergiversar a su favor los resultados de trabajos científicos realizados sobre bioseguridad de los OMG, confiando, como así ha ocurrido, en que los destinatarios aceptarían sus argumentos sin dudar debido a su prestigio como organización dedicada a la defensa del medio ambiente.
Con las campañas antitransgénicos han conseguido que ser opositor a los OMG se asocie hoy en día con tener conciencia medioambiental y social, ser de izquierdas y tener “buen rollo” en general. Han concienciado a gran parte de una sociedad que no sabe lo que está defendiendo, como han demostrado encuestas ya clásicas en las que un porcentaje muy elevado de los encuestados se opone a los transgénicos porque "nunca daría de comer genes a sus hijos", desconociendo el hecho de que todos los alimentos, animales o vegetales, tienen genes, como todos los seres vivos.
Esta actitud manipuladora y sus consecuencias, que son muy graves en algunos casos, les ha supuesto la repulsa de la comunidad científica, expresada en esta ocasión en la carta de los premios Nobel, y ha restado de su causa antimonopolio alimentario a muchas personas y organizaciones que no están dispuestas a pasar por alto el coste personal, social y ambiental de la campaña antitransgénicos utilizada para ese fin.
Ausencia de daños medioambientales
La estrategia por excelencia es la oposición a la tecnología en sí misma y el argumento para esta oposición que utilizó Greenpeace se lo proporcionó uno de los primeros caracteres que se obtuvieron mediante transgénesis hace ya más de veinte años: la resistencia a distintos herbicidas en varias especies diferentes, dando a entender que la ingeniería genética solo iba a favorecer a las multinacionales que, por un lado, fabricaban el herbicida y, por otro, obtenían las plantas transgénicas resistentes a ese herbicida. Si a esto se añade la amenaza de un daño medioambiental inmediato e irreparable tenemos el panorama apocalíptico completo, aunque ese daño nunca haya sucedido.
Estos argumentos son difíciles de mantener en la actualidad. Por un lado, en ninguno de los países en los que se cultivan o se han cultivado variedades transgénicas autorizadas ha ocurrido nada que permita sospechar un posible daño medioambiental en las más de dos décadas de andadura que tienen este tipo de variedades, como ya se podía suponer al haber sido sometidas a varios años de experimentación y observación para comprobar que su nivel de riesgo, si es que existe, es despreciable.
Por otro lado, la investigación básica que se lleva a cabo en todo el mundo en el campo de la genética y de la biología molecular de plantas ha ido dando sus frutos, de tal manera que, en la actualidad, se están desarrollando variedades transgénicas, como el arroz dorado, que suponen un avance indiscutible en la mejora de la calidad de vida y la salud de una gran cantidad de personas en países en desarrollo.
El arroz dorado se presentó como una posible solución frente a la alta incidencia de ceguera, en la mitad de los casos, acompañada de muerte prematura, que se produce en niños por deficiencia de vitamina A en la dieta. Esto es consecuencia de una alimentación casi exclusivamente a base de arroz que carece de betacaroteno, el precursor de la vitamina A, y que es la única dieta accesible para la mayoría de la población en muchos países de Asia.
El arroz dorado, de color amarillo anaranjado, contiene una cantidad de betacaroteno suficiente para paliar esta deficiencia, y la campaña llevada a cabo por Greenpeace contra esta variedad es lo que podría llegar a considerarse un crimen contra la humanidad.
Este alimento fue pionero en el campo de la biofortificación y abrió el camino a otras modificaciones genéticas que proporcionaban características importantes relacionadas con la nutrición humana a cultivos que no las tenían.
Cabe mencionar, entre otras muchas variedades, el maíz transgénico rico en tres vitaminas (betacaroteno, folato y ascorbato) del grupo de P. Christou, profesor de investigación ICREA de la Universidad de Lleida, o los trigos bajos en gluten, obtenidos por silenciamiento génico, del grupo de F. Barro, investigador del Instituto de Agricultura Sostenible del CSIC en Córdoba, cuyas harinas se pueden utilizar para fabricar alimentos aptos para celíacos.
Un camino lleno de obstáculos
Así pues, ni todas las modificaciones genéticas son iguales, ni están hechas para beneficiar a las multinacionales. Este tipo de variedades transgénicas que contribuyen a mejoran la calidad de vida de la población más desfavorecida, especialmente, en países en vías de desarrollo, son difícilmente criticables, por lo que el argumento que Greenpeace utiliza contra ellas es negar su existencia.
Esto no merece la pena ni comentarlo, puesto que los dirigentes de la organización ecologista saben muy bien que existen, que son seguras y eficaces, y que si no están en el campo es debido al éxito de las campañas de desprestigio y miedo que han desplegado en los países receptores, incluyendo acciones violentas contra los ensayos de campo y los experimentos de bioseguridad.
No hay que olvidar que el proceso de aprobación de una variedad transgénica tiene dos pasos consecutivos e independientes: en primer lugar una evaluación científica que cubre todos los campos de riesgo que definen las leyes y, si esta se supera, tiene que ser aprobada por el gobierno del país receptor, en nuestro caso la Comisión y el Parlamento europeos. Es en este segundo paso donde se puede ejercer presión, puesto que la decisión de aprobarla o no es una decisión política.
El movimiento antitransgénicos es, en gran medida, responsable de la actual legislación europea sobre bioseguridad que, además de ir destinada a proteger al consumidor y al medio ambiente de posibles riesgos, está destinada a poner todas las trabas posibles a la comercialización de variedades transgénicas.
La exigencia de una enorme cantidad de experimentos repetitivos, absurdos o innecesarios que no responde a criterios científicos y la burocratización del proceso dilatan en el tiempo la posible aprobación de las variedades sometidas a análisis, llegándose, en la actualidad, a una situación en la que solo las multinacionales, contra las que se quería luchar, pueden llevar a cabo todas las pruebas exigidas por la legislación sobre bioseguridad, debido al alto coste que supone probar el material vegetal durante no menos de diez años con el fin de cumplir todos los requisitos legales exigidos.
El endurecimiento progresivo de la legislación europea desde el año 1990 no ha respondido a que haya habido ningún caso documentado de riesgo por parte de ninguna variedad transgénica, sino que ha respondido a una presión social y mediática, orquestada por Greenpeace y otras organizaciones ecologistas, en el ejercicio de sus actividades como multinacionales del ecologismo que, por cierto, también mueve una gran cantidad de intereses económicos en el sector agroalimentario en países desarrollados.
Este estado de cosas ha propiciado la desincentivación de pequeñas y medianas empresas de ámbito local del sector de la agrobiotecnología en Europa, que no ven clara la comercialización de variedades transgénicas ni siquiera aunque estén aprobadas por la agencia europea competente (EFSA) e incluso por la Comisión y el Parlamento europeos. Es probable, pues, que variedades transgénicas desarrolladas con dinero público, acaben siendo comercializadas por multinacionales, con la capacidad económica para llevar a cabo todas las pruebas prescritas por la legislación.
Sujetos a mercados financieros
Si miramos la otra cara de la moneda, las multinacionales agroalimentarias, encontramos también un panorama bastante desolador. Las patentes sobre genes, construcciones genéticas y procesos biológicos de interés biotecnológico, junto con el registro de la propiedad de variedades vegetales, transgénicas o convencionales, han convertido a la agricultura moderna en un mercado inaccesible para gran cantidad de agricultores en países en vías de desarrollo, que solo tienen posibilidad de usar variedades, transgénicas o no, con caracteres que les pudieran interesar si les son proporcionadas gratuitamente por organismos públicos internacionales.
El caso del arroz dorado vuelve a ser diferente puesto que sus propietarios vendieron la patente con la condición de que la variedad fuera cedida de forma gratuita con fines humanitarios, y son el Instituto Internacional de Investigaciones en arroz (IRRI) y el Instituto Filipino de Investigaciones en arroz (PhilRice) quienes se están encargando de ello.
Pero, salvo en este caso, en la actualidad los alimentos están sujetos a los mercados financieros y son objeto de especulación, lo que impide que muchos países dispongan de una mínima seguridad alimentaria, recogida en la Declaración Universal de Derechos Humanos y que toda sociedad debería tener garantizada.
Si pudiéramos analizar la situación actual, dejando a un lado los intereses económicos de los dos bandos, veríamos que tanto la agricultura convencional como la biotecnológica podrían contribuir de forma conjunta a paliar el hambre en el mundo y a avanzar hacia la consecución de sistemas agrícolas sostenibles, al proporcionar las variedades idóneas para cada situación.
Muchos de los caracteres con los que se trabaja en este momento tienen que ver con el aprovechamiento de campos de cultivo empobrecidos, afectados por el cambio climático o por diversos tipos de contaminación. Podríamos elegir qué variedades nos interesan y cuáles no. Pero para ello es necesario que los gobiernos del mundo desarrollado estén dispuestos a cambiar las leyes que coartan la independencia alimentaria de los pueblos. ¿Hay algún partido político que lleve este asunto en su programa?
Julia Rueda es profesora e investigadora en el departamento de Genética de la facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Complutense de Madrid. Codirige el grupo de investigación Biotecnología de Plantas de la UCM.
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