Es una de las obras de divulgación de la historia más populares, con más de 5 millones de ejemplares vendidos en distintas lenguas desde 1949. El paleontólogo Ignacio Martínez Mendizábal (Madrid, 1961), que forma parte del equipo que en 1997 ganó el premio Príncipe de Asturias por sus descubrimientos en Atapuerca, lo elige por ser “una apasionada historia sobre el valor, la tenacidad, la inteligencia y, sobre todo, el amor por el conocimiento de sus protagonistas”.
Tuve ocasión de leer por primera vez el libro Dioses, tumbas y sabios cuando era un mozalbete de 16 años de edad. Lo hice siguiendo las indicaciones de mi profesor de Historia. Confieso que me acerqué a sus páginas con el escepticismo propio de un adolescente ante la lectura propuesta por su profesor. Pero al pasar de la primera página del primer capítulo ya había sido atrapado por la magia de uno de los libros más hermosos que he tenido ocasión de leer.
Dioses, tumbas y sabios es la historia de los descubrimientos e investigaciones más destacados de la arqueología clásica. Más allá de una descripción fría de hallazgos e investigaciones, es una apasionada historia sobre la historia de la arqueología, sobre el valor, la tenacidad, la inteligencia y, sobre todo, el amor por el conocimiento de sus protagonistas. Acompañándoles en sus peripecias, en sus éxitos y fracasos, venciendo con ellos las dificultades físicas e intelectuales que hubieron de superar, se llega a entender, a conocer profundamente, la importancia de sus descubrimientos. Y todo ello sin ceder un ápice al rigor científico.
Sus treinta y cuatro capítulos se articulan en cinco grandes bloques. El primero, El libro de las Estatuas, está dedicado en su mayor parte a los hallazgos relativos a la época micénica. El descubrimiento de la ciudad de Troya y el del círculo de tumbas de Micenas son sus momentos cumbres. El segundo, El libro de las Pirámides, describe los grandes descubrimientos relativos al mundo egipcio, desde el hallazgo y brillante desciframiento de la Piedra Rosetta hasta el emocionante descubrimiento de la tumba de Tutankamón, pasando por la romántica historia del hallazgo de las momias de los grandes reyes de Egipto, especialmente la de Ramsés II.
En el tercero, El Libro de las Torres, Ceram da cuenta de la historia de los asombrosos descubrimientos de los grandes imperios mesopotámicos, Babilonia y Asiria, perdidos en el polvo del tiempo, incluyendo el desciframiento de la escritura cuneiforme y el increíble hallazgo de la biblioteca de Asurbanipal. La historia del descubrimiento de las grandes ciudades perdidas en las junglas del Yucatán ocupa las páginas del cuarto, El Libro de las Escaleras, entre las que destaca el descubrimiento del cenote de Chichen Itzá, también conocido como la Fuente de las Doncellas. El último libro, Sobre los Libros de Historia de la Arqueología que todavía no pueden escribirse, describe los horizontes de esta disciplina en el tiempo en que se terminó el libro, 1949.
Hay dos capítulos que recuerdo especialmente y que han tenido gran influencia en mi quehacer. Por una parte, la maravillosa historia de cómo Jean-François Champollion descifró la Piedra Rosetta y con ello la escritura jeroglífica egipcia. Recuerdo que leyendo esas páginas pensé que si era posible explicar con esa sencillez y claridad algo tan complicado, entonces era posible explicar con claridad cualquier descubrimiento científico. Cuando muchos años después tuve ocasión de escribir libros de divulgación científica sobre mi disciplina ese pensamiento me acompañó siempre.
El otro gran momento del libro que me impresionó hondamente, como a mis otros compañeros del equipo de excavación del yacimiento de la Sima de los Huesos en la Sierra de Atapuerca, fue la descripción de la intensa emoción experimentada por el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann al encontrarse ante los restos mortales y la máscara funeraria del que el creía que era el rey de los aqueos que debelaron la ciudad de Troya, el pastor de hombres, tal como lo describió Homero.
Cuando en los primeros días del mes de julio de 1992 encontramos el primer cráneo humano fósil en la Sima de los Huesos fuimos inmediatamente conscientes de la importancia del hallazgo. En aquellos días solo había otros dos fósiles equivalentes en el registro europeo. El cráneo recibió el nombre científico de ‘cráneo 4’ pero es privilegio de los descubridores asignar un nombre propio a los fósiles humanos relevantes. Un nombre con el que pasará a ser conocido en todo el mundo. Enseguida nos pusimos de acuerdo en cuál sería ese nombre. En homenaje a Schliemann y en recuerdo a la intensa emoción que se experimenta ante los grandes descubrimientos, acordamos llamarle Agamenón.
Ignacio Martínez Mendizábal es Profesor Titular de Paleontología de la Universidad de Alcalá, además de investigador y coordinador del Área de Evolución Humana del Centro UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos. Es miembro de las excavaciones e investigaciones de la Sierra de Atapuerca desde 1984. Sus principales líneas de investigación se relacionan con la base del cráneo y el origen del lenguaje y la audición en la evolución humana.
Referencia bibliográfica:
C. W. Ceram. Dioses, tumbas y sabios. Ed. Booket, 2001