En una época como la nuestra, en la que se bombardea a los científicos con exigencias de rentabilidad, productividad y aplicabilidad, no puede chocar más la defensa de las matemáticas en virtud de su belleza y total inutilidad hecha en 1940 por Godfrey Harold Hardy en su obra Apología de un matemático.
Desde su publicación en 1940, Apología de un matemático, del académico inglés Godfrey Harold Hardy, ha sido reeditado en distintas lenguas con el prefacio de C. P. Snow, conocido por alertar de la brecha entre la ciencia y la cultura humanística. A la edición española de 1999, con prólogo del matemático Miguel de Guzmán, se suma ahora la de Capitán Swing, prologada por el historiador de la ciencia José Manuel Sánchez Ron.
Ambas introducciones, que ocupan casi la mitad del libro, entretejen una semblanza del autor, del tiempo que le tocó vivir y de su aportación a la teoría de los números y el análisis matemático.
Sánchez Ron glosa el esteticismo de Hardy desde un ángulo epistemológico y explica cómo, tras las complejas ecuaciones de Einstein, la “simplicidad” como marca de calidad matemática fue sustituida por la “belleza”. No olvida situarlo en su medio: el Cambridge de inicios del siglo XX, un cónclave de genios, muchos de ellos homosexuales como al parecer lo era Hardy.
De trazar sus coordenadas individuales se encarga Snow. Pertrechado con el conocimiento que le daba su intimidad con Hardy, traza el vívido retrato de un excéntrico típicamente inglés, capaz de mover cielo y tierra contra la expulsión de Bertrand Russell de Oxford por pacifista, conocido por colgar una gran fotografía de Lenin en su cuarto, y poseído por una pasión por el criquet —deporte que practicaba con destreza— que le llevaba a tirarse horas en disquisiciones sobre los mejores jugadores y jugadas (de hecho, esta afición común fue la base de su amistad).
Snow se explaya sobre el don de Hardy para trabajar en tándem con otros colegas. Nos cuenta que la pareja más célebre de las matemáticas fue la que formó con John Littlewood (más de 100 papers a cuatro manos); una colaboración a la altura de la que mantuvo con el indio Srinivasa Ramanujan, a cuya carrera contribuyó decisivamente (de esa relación habla El hombre que conocía el infinito, con Jeremy Irons en el papel del académico inglés).
Y finaliza evocando sus últimos años, sumido en una creciente depresión insuflada por la inminencia de una nueva guerra, la muerte de amigos y la pérdida de su creatividad. Contra ese fondo crepuscular Hardy escribe su apología.
Grosso modo, tres son sus argumentos a favor de las matemáticas puras:
1) Su inutilidad: a Hardy le aburren las matemáticas útiles, las que se aprenden en la escuela y se utilizan en ingeniería. Esta declaración no le impide hacer la paradójica afirmación de que las matemáticas puras tienen más contacto con la realidad que la física.
2) Su belleza, nacida de la combinación de un elevado imprevisto, inevitabilidad y economía (quien sepa apreciar la belleza de un problema de ajedrez tendrá un atisbo de lo que Hardy quería decir). Esta cualidad le lleva a equiparar la actividad de sus especialistas a la de un pintor o un poeta, pues, como afirma categóricamente, “no hay lugar en el mundo para las matemáticas feas”.
3) Su inmortalidad: son las grandes creaciones matemáticas, como las ideadas por babilonios y griegos, las que permanecen inmutables en la memoria de la humanidad. Y para dejar claro qué entiende por un resultado matemático ejemplar, capaz de soportar el paso del tiempo sin la menor arruga, utiliza como pieza de demostración dos teoremas accesibles al lector lego: el que demuestra la infinitud de los números primos y el que sostiene la irracionalidad de la raíz cuadrada de dos.
De los tres, el primero es el que menos resistió la prueba de los hechos. El primer mentís se lo dio su propio país muy poco después de imprimir este opúsculo, cuando la teoría de los números primos contribuyó al descifrado del código Enigma; hazaña que abrió el camino a las actuales aplicaciones en criptografía. Más recientemente, mecánica cuántica, igual de inútil para Hardy, acabó demostrando su valor práctico. Y, como bien apuntó Guzmán, la llamada ley de Hardy-Weinberg se ha vuelto indispensable para el estudio de múltiples trastornos genéticos.
Los impresionantes logros derivados de las matemáticas mueven a preguntarse a santo de qué venía esta apología. Sí, ¿qué diantre empujaba a este profesor de Cambridge a romper semejante lanza por una especialidad que a la mirada actual no necesita justificación?
A buen seguro, en su resolución pesaban factores personales: tenía 62 años, el día de su jubilación se aproximaba y un ánimo depresivo, nutrido en parte por la certeza de que sus mejores años habían quedado atrás, le dictó la necesidad de justificar su vida ante los demás.
También influiría la coyuntura: la inminencia de una nueva gran conflagración que, como en la Primera Guerra Mundial, enrolaría la ciencia y la técnica al servicio de la destrucción masiva. Contra este panorama, su atrincheramiento en la investigación básica (“más pura”, diría Hardy) se antoja una reacción defensiva. Una reacción perfectamente comprensible en estos tiempos mercantilistas, en los que las universidades y centros de investigación son presionados para que desechen las disciplinas y áreas “poco rentables” y se concentren en las pesquisas aplicadas.
Bien escrita, distribuida en capítulos cortos de una expresión casi aforística, esta peculiar autobiografía fue considerada por Graham Greene “la mejor narración de lo que significa ser un artista creativo» junto con los cuadernos de Henry James.
Una obra recomendable a todo quien desee seguir una carrera en matemáticas, y también a quien, sin tener una vocación por los números, sienta interés por asomarse a la mente de un egregio habitante de ese mundo de las formas puras, que con estas orgullosas palabras resumió su trayectoria: “Nunca he hecho nada ‘útil”.