La asirióloga Rocío Da Riva ha reconstruido el plan secreto del arqueólogo germano Leo Frobenius para lanzar a los musulmanes etíopes y sudaneses a una guerra santa contra los británicos en la Primera Guerra Mundial. El nombre de la misión era Cuarta Expedición Alemana de Investigación en África Central.
¿Una Yihad islámica organizada por la cristiana Alemania con el fin de debilitar a la también cristiana Gran Bretaña? Por paradójico que parezca, tal fue el propósito de una de las acciones de espionaje más rocambolescas de la Primera Guerra Mundial. Dirigida por el arqueólogo germano Leo Frobenius, y disimulada con el inocente nombre de Cuarta Expedición Alemana de Investigación en África Central, tuvo por cometido sublevar a etíopes y sudaneses contra las fuerzas inglesas desplegadas en Sudán y Egipto, y de ese modo amenazar su control del Canal de Suez.
Los entresijos de la operación fueron expuestos por Rocío Da Riva, asirióloga de la Universidad de Barcelona (UB), en una conferencia dictada en el Museo Arqueológico de Madrid. En una entrevista a Sinc refirió cómo, por azar, se vio tentada a colmar las lagunas de una misión de la que se habló mucho y de la que se sabía muy poco.
Apenas se conocía que, al estallar la Primera Guerra Mundial, “Frobenius, amigo del káiser de Alemania, obtuvo su apoyo para aplicar sus conocimientos africanos en pos de un objetivo oficial (transportar correo a la legación alemana en Adís Abeba, Abisinia) y de otro secreto: organizar la guerra santa contra los ingleses”, rememora Da Riva.
El joven Frobenius
Por aquel entonces, contaba 41 años y se hallaba en la cúspide de su fama. De formación autodidacta, había descollado por su exploración del África Central y por su Decamerón Negro, una antología de hazañas guerreras y amorosas recogidas de la tradición oral del Sahel.
En su currículum lucía además su aportación al difusionismo, la teoría que atribuye la evolución cultural a la irradiación de invenciones desde unas pocas zonas creadoras, junto con las manchas producidas por el afán de notoriedad que le llevó a situar la Atlántida en Nigeria, y su implicación en el expolio del patrimonio africano. Tal era el bizarro personaje cuya misión encubierta la investigadora de la UB se propuso desenterrar.
A estas alturas una pregunta se impone: ¿cómo acaba una asirióloga metida en esas aventuras de capa y espada? “Por casualidad”, responde. “En 2007, me hallaba en el Instituto Frobenius de Frankfurt recabando datos sobre la arqueología alemana en Irak. Si bien de esta no encontré nada, me mostraron sus fondos relativos a Arabia, incluido un dosier reservado acerca de la expedición”.
El hallazgo picó su curiosidad. Su siguiente paso fue una visita al Foreign Office en Londres. “Tuve acceso a los archivos desclasificados sobre el seguimiento que la diplomacia británica hizo de Frobenius”.
Tomándose la pesquisa como un hobby (su objeto de estudio son las inscripciones babilónicas), publicó un artículo con lo averiguado en Frankfurt y Londres.
Al poco tiempo, Dario Biocca, un historiador italiano, le aportó la pieza que faltaba: los documentos clasificados de su país referidos a Mario Passargue, un compatriota que participó del contingente de espías. “En 2010, regresé al Instituto Frobenius y me entregaron material adicional sobre la misteriosa expedición”, recuerda Da Riva, y pudo terminar de reconstruir su audaz periplo.
En su libro Arqueólogos, etnólogos y espías, recoge que, a fines de 1914, Frobenius se puso en marcha, no sin antes “ser condecorado y equipado con una bonita suma de dinero y un cargamento de medallas para regalar a quienes le ayudaran en su tarea”. Partiendo de Berlín, él y sus hombres se desplazaron por línea férrea hasta Estambul, y desde la capital otomana, atravesaron Anatolia, Siria, Palestina y Arabia.
Alternando tren y lomo de dromedario, alcanzaron las costas del Mar Rojo. A la manera de T. E. Lawrence, los diecisiete aventureros se pusieron atuendos y nombres árabes con la intención de pasar desapercibidos; pero de nada les valió, pues los británicos los detectaron a su paso por la península arábiga y dieron la voz de alarma. Cuando cruzaban el mar Rojo, “tuvieron que esconderse en las letrinas del barco para burlar a los marineros franceses”, relata Da Riva. Por los pelos lograron desembarcar en Massawa, un puerto eritreo bajo dominio italiano.
Para las autoridades coloniales, explica la profesora, la presencia de Frobenius era un serio incordio. Temían que los aliados hicieran de ella un casus belli que amenazase la neutralidad de Italia; máxime después de descubrir en su equipaje panfletos convocando a la guerra santa.
La noticia llegó al parlamento de Roma, y la cancillería alemana se vio obligada a atajar el escándalo; dio por abortado el asunto y negoció con italianos, ingleses y franceses el retorno de los expedicionarios. Genio y figura hasta el fin, Frobenius se jactó ante la prensa de haber debilitado la influencia de la Royal Navy sobre Arabia y acrecentado la lealtad de los árabes a las autoridades otomanas. No hacía falta más para confirmar las sospechas sobre su condición de agente secreto.
El fiasco no acabó con la carrera del excéntrico personaje. En su calidad de etnólogo, “fue requerido por el Gobierno para mediar con los prisioneros de guerra magrebíes detenidos en un campo de concentración cercano a Berlín, donde se alzó la primera mezquita en suelo alemán”, prosigue Da Riva. Posteriormente, fue invitado a dictar conferencias en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en 1924. Sus andanzas africanas y su visión de la expansión de la cultura por el orbe fascinaron a Ortega y Gasset, quien acogió sus ideas en la Revista de Occidente.
Poco después del retorno de Frobenius, en Arabia estalló la insurrección beduina liderada por T. E. Lawrence. ¿Por qué el británico triunfó donde el alemán fracasó? “Hubo demasiada improvisación de su parte”, sostiene Da Riva. “No hablaba árabe, y, por lo tanto, dependía de los intérpretes locales; tampoco conocía el terreno, y encima la población autóctona no veía con buenos ojos las comitivas tuteladas por los turcos, a quienes consideraba sus opresores”.
El fracaso, en última instancia, hunde sus raíces en las circunstancias del Gran Juego: las intrigas europeas por el control de Asia Central a lo largo del siglo XIX. Unos y otros atizaban en beneficio propio los sentimientos nacionales y religiosos de los asiáticos: los británicos azuzaban a los musulmanes del imperio zarista contra Moscú, y los rusos procedían a la inversa con afganos, pakistaníes e indios.
Los alemanes se sumaron en la Primera Guerra Mundial con su Yihad made in Germany. “Berlín había activado proyectos similares al de Frobenius sin coordinarlos”, advierte Da Riva. “Se creó una situación caótica, dando pie a que los turcos se quejaran de los numerosos espías que pululaban dentro de sus fronteras, algunos disfrazados de cómicos de la legua árabes”.
En esa partida los británicos jugaban con gran ventaja, pues llevaban décadas formando expertos en la geografía y cultura de esos territorios. El factor humano no se improvisa de la noche a la mañana. Eso explica que hubiese un Lawrence de Arabia y no un Frobenius de Sudán.
Que dicha estrategia continúa hasta hoy lo prueba la Yihad fomentada por la CIA en Afganistán contra los soviéticos, aunque con Bin Laden el tiro le salió por la culata. El único ganador claro ha sido la literatura de espionaje, que utilizó esas operaciones de materia prima. De hecho, los términos “Gran Juego” los acuñó Rudyard Kipling en su novela Kim; y “los planes germanos para una rebelión islámica en el Cáucaso inspiraron el relato Greenmantle a John Buchan, padre del thriller político”, señala Da Riva, devota lectora de esas mixturas de realidad y ficción.
La arqueóloga Rocío Da Riva, autora de la investigación sobre Frobenius. Foto cortesía de la científica.
Frobenius y Lawrence fueron solo dos de los muchos arqueólogos reclutados por el espionaje. El segundo hizo sus pinitos participando de excavaciones en Siria con el propósito de vigilar la construcción del ferrocarril entre Berlín y Bagdad. Durante la guerra, su compatriota Gertrud Bell espió a las tribus árabes de Basora. Los estadounidenses no se quedaron atrás.
Por esos mismos años, el experto Sylvanus Morley buscaba agentes y radioemisoras alemanas en Centroamérica so pretexto de un tour fotográfico de ruinas mayas, revela el antropólogo David Price. En la II Guerra Mundial, el arqueólogo de Harvard Samuel Lothrop se alistó en el FBI para seguir las actividades alemanas en Perú mientras estudiaba cacharros antiguos en el Museo Nacional de Lima.
¿Qué tenían los profesionales del pico y la pala que les hacía aptos para tales labores? “En esa época eran muy pocos los occidentales que recorrían el mundo, y entre los más experimentados sobresalían los geólogos, arqueólogos, naturalistas, etnólogos…”, evoca Da Riva.
Además de su patriotismo, poseían cualidades valiosas para el espionaje como la capacidad para “moverse fácilmente por las fronteras y zonas interiores, observar el movimiento de tropas, la distribución de bases y pertrechos militares, e incluso cometer sabotaje. Además, muchos habían sido entrenados a descifrar lenguas muertas, una habilidad muy útil para elaborar mensajes en clave”, analiza Price.
A juicio de este académico, el espionaje en el trabajo de campo puede entrañar un peligro real para los demás colegas. “Las asociaciones profesionales deberían insistir en que los arqueólogos abjuren de sus conexiones con las agencias de inteligencias en aras de la seguridad de ellos y de sus compañeros”. Por su parte, Da Riva entiende que el doble juego y sus apasionantes peripecias distorsionan la visión de su disciplina.
“Ni Indiana Jones ni Lara Croft tienen mucho que ver con un arqueólogo actual”, afirma con rotundidad. “En nuestro oficio hay mucho trabajo de logística y preparación previa, algo completamente ajeno al comportamiento improvisado del arqueólogo de Hollywood, presto a ponerse el sombrero y subir sin más a un avión rumbo a un destino exótico”.