José Antonio López Cerezo es Catedrático en Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo. Entre otras actividades profesionales dedicadas a la ciencia, la cultura, sociedad y la educación, coordina el Máster Oficial de Estudios Sociales de la Ciencia en el que imparte un seminario sobre Cultura Científica. Se trata de uno de los investigadores más destacados del ámbito iberoamericano con un amplio reconocimiento en la vanguardia de la investigación mundial en temas de Ciencia, Tecnología y Sociedad que ha tenido una influencia decisiva en el impacto que el enfoque CTS ha tenido en Iberoamérica.
¿Cuál es la necesidad de desarrollo de la cultura científica en Iberoamérica hoy en día?
Un lugar común de nuestros días es la importancia del recurso del conocimiento para el desarrollo económico y social. De ese recurso dependen no solamente el crecimiento económico y la competitividad, sino también otros elementos que son fundamentales para el bienestar de las sociedades y no se expresan en el mercado, como la conservación del entorno, un buen sistema público de salud o la educación de calidad.
En ese sentido, creo que una de las principales prioridades de la región es fortalecer los sistemas de ciencia y tecnología de los países, no solamente mediante un mayor esfuerzo nacional sino también mediante la cooperación. Dicho esto, quiero también añadir que la ciencia y la tecnología no acaban en el laboratorio. Tienen continuidad en la empresa, en la escuela y en la sociedad. Sin interés por la ciencia en la población, sin oportunidades de aprendizaje en los medios, sin una presencia importante de las ciencias en la educación reglada, sin aprecio por la profesión científica, sin consumo de información científica, sin un nivel adecuado de alfabetización en ciencia entre los ciudadanos, etc., sin estas cosas un sistema de ciencia y tecnología se convierte en una isla que languidece y no tiene otra opción más que debilitarse continuamente.
La buena salud de un sistema de ciencia y tecnología depende crucialmente de las vocaciones científicas que seamos capaces de generar en los jóvenes, del aprecio y respaldo de la población, que haga más improbables los recortes políticos en tiempos de dificultad, de la sensibilización de gestores y empresarios y la creación de una cultura de la innovación. Pero además, la cultura científica tiene un extraordinario valor práctico para mejorar la vida de las personas, en tanto que consumidores o usuarios de productos y artefactos técnicos, en el supermercado o en el hospital, o en tanto que profesionales que pueden hacer uso de la información especializada para obtener mejoras laborales.
Tiene también la cultura científica un gran valor para la maduración democrática de los ciudadanos, dada la presencia ubicua de la ciencia en todos los ámbitos de la vida, pues sus oportunidades de formarse una opinión e implicarse en asuntos de interés general dependen cada vez en mayor medida de su familiaridad con la ciencia. Y, por último, no podemos olvidar el valor intrínseco de la cultura científica para las personas. Nos hace mejores personas. La experiencia de un joven que descubre asombrado la belleza de una demostración matemática, la sobria elegancia de una ley física o la exquisita armonía del funcionamiento del cuerpo humano, es una experiencia que nos enriquece enormemente y potencia lo mejor de cada uno.
¿Qué experiencias conoce que destaquen en el buen desarrollo de la cultura científica?
La cultura científica no es el simple resultado de la divulgación de la ciencia. Es un fenómeno multidimensional complejo, que, en ese mismo sentido, puede expresarse en una diversidad de planos y generar diversos tipos de experiencias. En primer lugar podemos mencionar la cultura científica “escolar”, saber por ejemplo que el centro de la Tierra está muy caliente o que los antibióticos no son efectivos con los virus.
Este tipo de cultura se expresa como alfabetización científico-técnica y un indicador es la capacidad de comprensión de suplementos científicos de diarios. También cabe destacar una cultura científica crítica que es la base de la reflexión y hace posible entender el alcance político, económico o las implicaciones éticas de las noticias en la vanguardia del desarrollo científico-tecnológico. Por ejemplo, saber qué está en cuestión en el tema del calentamiento global o los alimentos transgénicos. A continuación puede destacarse una cultura científica práctica, que se expresa en la utilización del conocimiento científico en la vida diaria de las personas como consumidores de artículos, como usuarios de sistemas de transporte o de salud, etc.
Debemos ser conscientes de que vivimos completamente rodeados de productos y sistemas científico-técnicos, y de que una buena parte de la información que manejamos ordinariamente para tomar cualquier clase de decisión es información científica o técnica (sobre proteínas, calorías, watios, riesgos de sustancias diversas, programas de ordenador, interferencias electromagnéticas, etc.). Y, por último, puede también mencionarse una cultura científica cívica, en la que la apropiación individual del conocimiento científico genera una implicación en la vida social de la comunidad a través de experiencias de participación.
Por ejemplo, cuando enviamos una carta al director de un diario, convocamos una reunión de vecinos, vamos a un juzgado a poner una denuncia, o convencemos a los amigos respecto a evitar el consumo de cierto tipo de productos, en respuesta a un riesgo potencial derivado de un producto tecnológico, una instalación industrial o una obra pública. A esto último me refería cuando hablaba de la cultura científica como instrumento de maduración democrática para las personas.
¿Por qué genera conflictos sociales en determinados contextos?
No creo que la cultura científica genere conflictos por sí misma. La cultura científica es más bien un recurso, un instrumento que hace posible que ciertos conflictos sociales aparezcan o se manifiesten de ciertas formas. Pero el origen de esos conflictos es en mi opinión de naturaleza política. Una población ignorante se inhibirá ante un proyecto tecnológico que pueda generar un riesgo, o bien, debido a su posicionamiento político, se dejará llevar ciegamente por el grupo de interés que critique y presente batalla a ese proyecto.
Ser científicamente cultos nos hace más capaces y menos manipulables. Es esa capacidad, ese “empoderamiento” que induce la cultura científica en las personas, el que utilizamos para reconocer y valorar un riesgo que ha generado otro actor social por acción o por omisión -la administración pública o una empresa, por ejemplo-, y de este modo tomar una decisión bien fundamentada acerca de cómo proceder. De otro modo nos quedamos al margen de la participación o, si finalmente nos involucramos, nos convertimos en rehenes de un grupo de presión en lo que suele convertirse en una dinámica ciega de enfrentamiento político.
La cultura científica nos permite ser protagonistas en conflictos sociales relacionados con aplicaciones del conocimiento científico o desarrollos tecnológicos, y una proporción de asuntos generales cada vez mayor está relacionada con la ciencia y la tecnología. Quiero además añadir que los conflictos sociales no son negativos; son la pauta natural de una sociedad democrática saludable. La acción de los agentes sociales, en la búsqueda legítima del beneficio propio, genera con frecuencia riesgos potenciales o efectos negativos para la salud, economía o bienestar de otros agentes sociales. De ahí el conflicto.
Pero no es ni inusual ni disfuncional. Para encauzar adecuadamente esos conflictos están los poderes del Estado en una sociedad democrática, mediante las leyes y la aplicación de las leyes. Una sociedad sin conflictos es una sociedad que reprime o esconde el disenso, es un tipo de sociedad que muchos recordamos y creo que ninguno queremos volver a vivir.
¿Qué importancia real le da la población a la cultura científica? ¿Cuál es su nivel de conciencia?
La importancia que le concede la población a la cultura científica depende de lo que entendamos por cultura científica, y también de la población a la que hagamos referencia. Una encuesta reciente, de otoño de 2007, ofrece datos interesantes sobre los ciudadanos iberoamericanos. Se trata de una macroencuesta sobre percepción social de la ciencia y cultura científica promovida por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) y la Red Iberoamericanos de Indicadores de Ciencia y Tecnología (RICYT), y pasada en las ciudades de Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Madrid, Panamá, Santiago de Chile y Sao Paulo.
De acuerdo con esta encuesta, que ofrece datos análogos a los de las correspondientes encuestas nacionales, los habitantes de las grandes urbes de Iberoamérica no tienen un gran interés por los temas de ciencia y tecnología. A este desinterés acompaña lógicamente un consumo muy bajo de este tipo de temas, en una población que se informa mayoritariamente a través de la televisión. Sin embargo, si entendemos la cultura científica de un modo un poco más amplio, no como cultura escolar sino como cultura crítica y práctica, e incluimos en los temas de ciencia no solamente descubrimientos científicos e inventos, sino también los temas de alimentación, salud, medio ambiente y medicina, entonces el interés como el consumo es mucho mayor y se acerca más a los temas estrella habituales (deportes, economía, espectáculos, etc.).
Es también destacable, siguiendo esa encuesta, la alta valoración que dan los ciudadanos del potencial de la ciencia y la tecnología para transformar nuestras condiciones de vida, para bien o para mal. Al respecto, la percepción mayoritaria es claramente positiva, aunque hay una proporción importante de la población, superior al 40%, que considera que el desarrollo científico y tecnológico no sólo es fuente de muchos o bastantes beneficios sino también de muchos o bastantes riesgos. Sobre esta base, es lógico que esas mismas personas se hayan expresado mayoritariamente en esa misma encuesta a favor de la participación ciudadana en asuntos públicos relacionados con la ciencia o la tecnología.
Cabe destacar que esa encuesta incluyó dos bloques de preguntas específicas sobre participación ciudadana en materia de ciencia y tecnología, como personas afectadas o simplemente interesadas en aplicaciones de la ciencia o instalaciones tecnológicas que puedan suponer un cierto impacto económico, para la salud o el medio ambiente. Aunque hubo diferencias significativas entre ciudades, con una mayor inclinación general a la participación en Buenos Aires y Panamá, en general la mayoría de los entrevistados se expresó con claridad a favor de tener cierta capacidad de influencia y oportunidades de participación en esta clase de temas.
Creo que son resultados muy interesantes, pues no sólo contribuyen a perfilar una cierta dimensión política de la cultura científica, sino también muestran vías de acción para las políticas públicas en la materia.
¿Hay algún dato sorprendente en el estudio de percepción de la ciencia y la tecnología? ¿Algún dato alarmante que cree justifique más aún la necesidad de desarrollo de la cultura científica?
Tomando como fuente documental esa misma encuesta, sí creo que hay algunos datos inquietantes que justifican una atención especial. En la posterior explotación de resultados, y utilizando programas estadísticos de análisis multivariante, se detectó un grupo poblacional con un muy fuerte distanciamiento respecto de la ciencia.
Este grupo, que reúne a casi un cuarto de la población encuestada, no se interesa por la información científica ni la consume, tiene una marcada visión negativa de la ciencia y la tecnología, no atribuyen utilidad al conocimiento científico y es indiferente respecto a cuestiones de participación. Es un grupo que está muy distribuido por las diferentes ciudades, aunque en él tiene un peso especial la población con una escolaridad baja.
Es un trabajo estadístico que coordinó Montaña Cámara, de la Facultad de Farmacia en la Universidad Complutense de Madrid. La mera existencia de este grupo poblacional señala un desafío político, pero también muestra la estrecha dependencia de la cultura científica de una población respecto a la calidad y fortaleza de su sistema educativo.
Mejorar la cultura científica de una sociedad no requiere únicamente multiplicar la oferta de información científica en los medios y espacios de comunicación social (como periódicos, televisión o museos de ciencia), requiere asimismo dar una mayor presencia a las ciencias en la educación reglada, mejorar las estrategias de enseñaza-aprendizaje y, en general, centrar los esfuerzos en la mejora de la educación de los jóvenes. En todas las encuestas aparece una estrecha asociación positiva entre nivel de escolaridad alcanzado y nivel de interés y consumo de información científica.
¿Cuáles cree que son los límites de la ciencia en su divulgación?
Más que de límites me gustaría hablar de oportunidades. Señalar oportunidades es también indicar límites y carencias, pero centrando el discurso en el lado positivo. De un modo habitual, podemos entender la divulgación científica como un proceso de transferencia de conocimiento, desde un polo productor de conocimiento (los científicos), pasando por un medio que traslada un mensaje (los medios de comunicación con sus profesionales), hasta un polo receptor de conocimiento (los ciudadanos).
Tomando en consideración estas dimensiones, hay oportunidades de mejora en cada eslabón del proceso e incluso en la modificación de la estructura del propio proceso. Por señalar solamente algunos de esos retos, con respecto a los científicos que trabajan y producen resultados que pueden alimentar una mejor y más intensa divulgación, hay deficiencias muy claras. Hay, por ejemplo, una falta de incentivos curriculares a la divulgación, y esta llega incluso a ser un demérito en muchas áreas de conocimiento.
No es infrecuente el profesor universitario que tiene que eliminar las entradas de divulgación en su currículum cuando prepara este para un concurso o una oposición, anticipando un tribunal poco receptivo a esa clase de actividades. Otra deficiencia tiene que ver con la rendición de cuentas de los resultados de la investigación. Con mucha frecuencia, las convocatorias de financiación de proyectos de investigación con fondos públicos no demandan más que la rendición final de cuentas ante los pares científicos, no ante los “impares”, es decir, los ciudadanos que no llegan a saber qué se está haciendo con el dinero de sus impuestos.
Si nos centramos ahora en la dimensión de la mediación, que es responsabilidad de los periodistas y profesionales de la comunicación de la ciencia, creo que hay un cierto déficit de profesionales preparados para realizar esa tarea satisfactoriamente. La ciencia que encontramos habitualmente en los medios es una ciencia ahistórica, triunfalista y descontextualizada; es una ciencia donde el lado humano, los aspectos políticos o los dilemas éticos suelen estar ausentes.
Es una divulgación que se preocupa por la actualización científica, procedente por ejemplo de revistas como Science o Nature, pero no de la actualización metacientífica de una imagen académica de la ciencia ya caduca y poco ajustada a la realidad. En este sentido, creo muy positiva una mayor presencia de la filosofía, la historia y la sociología de la ciencia en los programas formativos de periodistas científicos y profesionales de la divulgación.
En relación a lo anterior, pero también debido a motivos estructurales propios del mundo de la comunicación, hay una cierta falta de espíritu crítico y una tendencia al sobredimensionamiento en la comunicación de noticias científicas. Un ejemplo, entre muchos, son los proyectos hoteleros en la luna (Hilton), recogidos en los medios tras el anuncio del descubrimiento de barro congelado en los casquetes polares lunares, o las espectaculares promesas de cura de enfermedades que se asocian cada poco tiempo con pequeños avances en genética o bioquímica, y que pronto pasan al olvido y van alimentado la incredulidad pública.
En los casos donde se recoge críticamente una noticia es cuando existe un mercado específico asociado a la crítica, como en la utilización comercial de los organismos genéticamente modificados o la investigación con células madre embrionarias, consiguiendo en estos casos más bien amplificar públicamente la cuestión e incluso tematizarla políticamente por el efecto “bola de nieve”. Por último, con respecto al polo de la apropiación social, hay una falta de estímulos y motivación ciudadana respecto a la apropiación de conocimiento científico y tecnológico, debido en parte al menos, a los factores anteriores.
Este creo que es el caso particular de los países iberoamericanos, unos países donde además existe una estrecha asociación de la cultura -y las personas cultivadas- con la cultura artística y literaria, contribuyendo así al desinterés por la ciencia. Creo también que hay vías de mejora si repensamos mejor el propio proceso de comunicación social de la ciencia. Los ciudadanos, en este proceso, no pueden ser vistos como meros receptores pasivos de contenidos científico-técnicos. Tienen intereses y actitudes, y también son portadores de otros tipos de saber; tienen unas especificidades que con frecuencia no son tenidas en cuenta por aquellos que producen ciencia y por aquellos que la trasmiten.
Más producción de conocimiento científico, mayor oferta en los medios, no significa inexorablemente más apropiación de la ciencia. El desinterés y la desconfianza pueden conducir al fracaso. No hay que olvidar que los dos motivos más frecuentemente aducidos por los ciudadanos en las encuestas, en respuesta a la pregunta por su falta de inclinación por la ciencia, son que no la entienden y que no les interesa. Sin duda, algo estamos haciendo mal.
Y la reacción, desde luego, no puede limitarse a mejorar la presencia de la ciencia en medios y museos, por importante que sea, hay también que actuar en las escuelas, en los sistemas de ciencia y tecnología, y reorientar las actuaciones de forma que los ciudadanos dejen de ser concebidos como científicos o ingenieros subdesarrollados, como meros sujetos pasivos con un déficit de información y actitudes.