Hace unos días, la Organización Mundial de la Salud instaba a los gobiernos a fijar un impuesto para las bebidas azucaradas, una medida considerada exagerada por algunos sectores. Aunque hay que diferenciar entre consumo esporádico y abuso, lo cierto es que, en las dos últimas décadas, la epidemia mundial de la obesidad ha propiciado el incremento de enfermedades metabólicas y el aumento de factores de riesgo para enfermedades cardiovasculares. Numerosos estudios han demostrado que si aumenta el precio de las bebidas, disminuye su ingesta.
El pasado 11 de octubre, la prensa de todo el mundo se hizo eco de la nota publicada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la que urgía a los diferentes gobiernos a imponer un impuesto a las bebidas azucaradas.
Como no podía ser de otro modo, diferentes voces de la sociedad civil, de la industria alimentaria y de las bebidas respondieron afirmando que el problema de la obesidad no son las bebidas azucaradas sino el abuso de las mismas. Y es verdad, pero solo hasta cierto punto.
Independientemente del impacto que pueda haber causado esta noticia, las razones de la OMS no se basan en apreciaciones sino en estudios bien documentados que indican que el aumento de precios de dichas bebidas provoca un descenso en su consumo prácticamente paralelo al incremento de los precios.
El informe que ha hecho público la organización está basado en la reunión que tuvo lugar el año pasado de varios expertos mundiales, así como en el estudio de más de diez revisiones sistemáticas sobre la efectividad de determinadas políticas fiscales para prevenir las enfermedades no trasmisibles de las que, con absoluta seguridad, conocemos la cantidad de ellas que se producen por dietas inadecuadas, fundamentalmente el consumo de lo que se denominan “azúcares añadidos”.
Como resultado de esta reunión, se publicó el documento “Políticas fiscales para la dieta y prevención de las enfermedades no trasmisibles”, que ha dado como resultado la nota de prensa del pasado día 11.
Ya en el Plan de Acción Mundial 2013-2020 para la Prevención y Control de las Enfermedades No Trasmisibles se indicaba que, en la medida en que cada país pueda, debería utilizar diferentes instrumentos económicos incluidos impuestos, pero también subsidios, para incrementar una dieta sana que mejore globalmente la salud de las poblaciones y disminuya el deseo de consumir dietas o elegir alimentos menos saludables.
Es decir, proponía disuadir, a través de un aumento de precio, el consumo excesivo e inadecuado de determinados alimentos que, por sus características (exceso de azúcar añadido, de sal o de grasas saturadas y trans) están directamente relacionados con la aparición de enfermedades crónicas y la mortalidad global.
Al mismo tiempo, el documento planteaba subvencionar los alimentos que deberían ser consumidos de manera habitual varias veces al día o varias veces a la semana. La idea es, pues, disuadir y persuadir al mismo tiempo para elegir mejor los alimentos constituyentes de la dieta habitual de las poblaciones; lo que desde la salud pública conocemos como prevención primordial en los grupos de población.
La epidemia mundial de la obesidad
A lo largo de las dos últimas décadas, la epidemia mundial de la obesidad ha propiciado el incremento de enfermedades metabólicas como la diabetes de la madurez y el aumento de factores de riesgo para enfermedades cardiovasculares como la hiperlipidemia e hipertrigliceridemia, junto con un incremento de casos de hipertensión arterial.
La dieta incorrecta es, junto con el sedentarismo, el factor de mayor impacto en la aparición de estas enfermedades y tiene una importancia extraordinaria también sobre otras, como los reumatismos, el cáncer y enfermedades neurodegenerativas.
Por esta razón, una de las propuestas para disminuir su incidencia es la decisión de mejorar, a través de diferentes medidas (entre las que se encuentran las políticas fiscales) la elección de los alimentos que componen la dieta diaria.
Un gran número de trabajos de investigación han demostrado que son los azúcares añadidos a los productos alimenticios los culpables más frecuentes de este aumento de las enfermedades no transmisibles. De ahí la necesidad de hacer hincapié en estos nutrientes a la hora de reducir la morbilidad global.
El año pasado, un trabajo publicado en la revista Plos ONE estimaba alrededor de 185.000 muertes debidas al consumo de bebidas azucaradas, de las cuales, 134.000 lo fueron por diabetes, 45.000 por enfermedad cardiovascular y casi 6.000 por cánceres. No es pues este un asunto menor, sino de enorme impacto en la salud global.
En 2014 se publicó el artículo de Harding y Lovenheim titulado “El efecto de los precios sobre la nutrición: comparando el impacto de impuestos específicos sobre productos y nutrientes”, donde los autores establecen, calculando la demanda de determinados productos, cómo un incremento del 20% en el precio de los mismos, disminuye globalmente en un 20% su consumo. Es decir el porcentaje de incremento del precio es seguido de una disminución similar en su consumo.
Ese mismo año se publicaron los resultados de otro estudio específico sobre el impacto de un impuesto a las bebidas azucaradas sobre su ingesta, de manera que poner un impuesto de 0,04 céntimos por caloría de dichas bebidas reduce en casi un 10% su consumo.
Azúcar a cucharadas
A raíz de estos postulados, diversos países como México introdujeron este impuesto sobre las bebidas azucaradas. En el país se impuso en 2014 una tasa del 10% por litro de bebida, lo que reduciría el consumo de unos 163 litros por persona y año a 141 litros, evitando la aparición de 630.000 casos de diabetes para 2030.
Aun cuando en la Unión Europea en el etiquetado de los productos es obligatorio indicar la cantidad de azúcar por 100 gramos o por 100 mililitros, lo cierto es que no nos damos cuenta de que un refresco azucarado contiene tres veces más cantidad por ración.
Así, 330 mililitros (una lata de bebida refrescante) contienen el equivalente a seis cucharadas de café de azúcar (más de 30 gramos), una bebida energética casi cinco cucharadas de café de azúcar (28 g) o una tónica unas cuatro y media (26 g). Es decir, si la recomendación de consumo “ideal” de azúcares es de 30 gramos al día, con una sola lata de refrescos con azúcar añadido ya estamos casi llegando a esa cantidad. Una única lata.
Es cierto que otros productos también contienen azúcar añadido (las galletas, las salsas, otros alimentos procesados…), pero el tamaño de la ración oscila entre los 30 y los 50 gramos. De ahí la conveniencia de comenzar esta batalla por los productos con mayor cantidad de azúcar por ración, bebidas y refrescos azucarados.
Ahora bien, la sugerencia de la OMS no se queda en poner un impuesto sino que añade la necesidad de incentivar el consumo de otros alimentos, fundamentalmente, verduras y hortalizas. De este modo, la disminución del consumo de unos productos debe acompañarse por el aumento de la ingesta de otros.
En suma, se trata de seguir ese patrón dietético ideal de dieta mediterránea, tal y como nos está demostrando el estudio PREDIMED: verduras y hortalizas frescas, futas frescas, pan integral, legumbres, aceite de oliva y frutos secos como la base de la alimentación. ¿Y para beber? Agua.
Mª Elisa Calle Purón es profesora del departamento de Medicina Preventiva y Salud Pública y delegada del Decano para Nutrición Humana y Dietética de la Universidad Complutense de Madrid.
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