Muchos compuestos químicos artificiales usados en la agricultura y la ganadería en las últimas décadas han rendido numerosos y legítimos beneficios humanos, sociales y económicos. Pero ¿se han utilizado sin producir efectos adversos? Nuestra intuición nos dice que no. Y los conocimientos científicos también nos dicen que tantas ventajas no nos han salido ‘gratis total’. Nuestra intuición –y un cierto sentido del deber– también nos dicen que no tenemos derecho a negar la factura que pagamos por utilizar tantos compuestos químicos artificiales. Y que no tenemos derecho a no trabajar para rebajar esa factura.
Nuestros hallazgos y sus implicaciones fueron rápidamente escondidos bajo la alfombra.
Los hechos que ponen en duda asunciones básicas
–y que por tanto amenazan el modus vivendi y la autoestima de la gente–
simplemente no son absorbidos. La mente no los digiere.
Daniel Kahneman
El maravilloso libro de Daniel Kahneman (psicólogo, premio Nobel de economía), Pensar rápido, pensar despacio, presenta un fascinante abanico de experimentos e ideas sobre la capacidad humana de sustituir las preguntas difíciles y desagradables por preguntas más fáciles y llevaderas, o sobre nuestra tendencia a orillar el análisis más racional en favor de otras aproximaciones más intuitivas, emocionales o agradables, con todos los errores que ello conlleva, aunque también con algunas ventajas. “Somos buscadores de patrones creíbles, creyentes en un mundo coherente”, dice Kahneman.
También por ello nos impresionan las investigaciones valientes de los periodistas sobre alimentación, medio ambiente y salud. Muchas de ellas describen hechos literalmente espeluznantes.
¿Podemos de verdad convencernos a nosotros mismos de que no hay para tanto? A menudo el buen periodismo de investigación nos presenta hechos de estremecedora dureza. Reales como la vida misma. Esa de la que tan a menudo solo queremos ver la parte amable. Periodismo que habla de “hechos reales” en “personas humanas” que sufren un dolor insoportable, lacerante. Que sucumben ante la enfermedad y la muerte misma.
La investigación periodística rigurosa nos sacude y nos aleja del negacionismo con el que muchos reaccionamos ante las informaciones. Informaciones acerca de –por ejemplo– el funcionamiento de la megaindustria ganadera y agrícola. Fascinante pues y, a ratos, increíble periodismo. Increíble no porque los hechos que narra no parezcan veraces, que lo parecen y lo son. O porque los periodistas exageren los riesgos; más bien al contrario, sospecho que muchos profesionales de la investigación ejercen una considerable prudencia ante hechos que resquebrajan algunos de nuestros mitos (sanitarios, alimentarios y ambientales, por ejemplo).
Si creo que a veces el buen periodismo parece increíble es a causa de la natural tendencia humana a no creer lo que con todo rigor se nos cuenta si es desagradable; a causa de la inclinación que solemos tener a negar las causas más plausibles, a negar lo evidente cuando nos pone de bruces ante nuestro consumismo, derroche, hábitos tóxicos, falta de educación y conciencia; a causa de nuestro desprecio hacia la naturaleza y hacia nosotros mismos, hacia nuestra salud y nuestra dignidad.
También puede dar alas a las actitudes e ideologías más negacionistas o cobardes que, a veces, los procesos narrados en los medios de comunicación transcurren en otros países. Mas ¿alguien puede pensar cabalmente que las cosas son muy distintas en España? En lo referente a los daños que las industrias más obsoletas infligen a los animales o al medio ambiente, es evidente que no son muy distintas. Para responder de forma reflexiva a la pregunta podemos, en primer lugar, repensar lo dicho en el párrafo anterior.
En segundo lugar, podemos pensar si las causas estructurales y los agentes responsables de lo que ocurre en otro país (Francia o Alemania, por ejemplo) –intereses económicos, cultura profesional y procedimientos de las organizaciones agrícolas, procesos de asignación de subvenciones, hábitos de los consumidores...– son muy distintos en España. Lo cierto es que muchos no lo son.
Y podemos, en tercer lugar, pensar si en nuestro país somos más independientes que en otros de los centros y redes de producción y decisión económica internacional; los que cada día atizan la desregulación global de los sistemas económicos y, entre éstos, de los gigantes agentes agrícolas y ganaderos... Cuando leemos las prácticas perversas de algunas cooperativas francesas podemos perfectamente pensar en sus colegas leridanos, castellanos o extremeños, y en los chinos, indios o argentinos, entre muchos otros. Tampoco las razas de animales y los piensos parecen hoy tan distintas en los distintos países, por poner otro ejemplo. Las cosas en España son dramáticamente similares a las que ocurren en otros países, no nos engañemos. Claro que hay diferencias, solo faltaría.
Tras investigar lo que ocurre –en conexión con los hechos que descubren–, quienes pueden practicar el buen periodismo ponderan posibles explicaciones, significados y conclusiones. Por ejemplo, que “existe una relación entre las tierras quemadas de nuestros campos y las células inflamadas de nuestros cuerpos, entre lo que ocurre en el suelo y en las células de nuestro organismo”, o que “lo que comen los animales que comemos tiene una incidencia directa sobre nuestra salud”. ¿Cómo es posible que tengamos que recordarlo, que no sea algo importantísimo para todos los españoles cada día? Pues sí, tenemos que recordarlo... probablemente porque es demasiado doloroso tener conciencia de ello. Y probablemente también porque tenemos conciencia de lo difícil que es hacer algo práctico para mejorar el problema, actuar sobre las causas y paliar sus consecuencias (para la salud, por ejemplo).
Pues, en efecto, “a pesar de su coste prohibitivo, la agricultura actual no respeta ni el pacto social que la vincula a los campesinos, ni el pacto ambiental que la vincula a las generaciones futuras, ni siquiera el pacto de salud pública que la vincula a todos nosotros. Además de la factura alimentaria y ecológica, el consumidor paga también, y a un precio muy elevado, la factura de la salud. De la manzana a los tomates, del trigo a las patatas, todos los sectores de la agricultura, todo lo que compone nuestra comida diaria se produce prescindiendo del sentido común. Resultado final: un agricultor agotado y desesperado, un consumidor justamente desconfiado y una astronómica factura social, ambiental y de salud pública”.
Mantener la calidad de vida y disminuir la ‘factura’ que los tóxicos nos cobran
Es evidente –debería ser evidente para todos– que muchos compuestos químicos artificiales usados en la agricultura y la ganadería en las últimas décadas han rendido numerosos y legítimos beneficios humanos, sociales y económicos. Pero el debate no puede quedar enmarcado (aprisionado) exclusivamente en esta constatación, nuestra reflexión debe incorporar también otros hechos y preguntas. Una de ellas es: ¿se han utilizado tales compuestos sin producir efectos adversos, sin ningún perjuicio humano o ambiental, sin que nos hayan pasado ‘factura’ alguna? Nuestra intuición nos dice que no. Y los conocimientos científicos también nos dicen que tantas ventajas no nos han salido ‘gratis total’. Nuestra intuición –y un cierto sentido del deber– también nos dicen que no tenemos derecho a negar la factura que pagamos por utilizar tantos compuestos químicos artificiales. Y que no tenemos derecho a no trabajar para rebajar esa factura.
Entre los compuestos químicos artificiales o de síntesis, a los investigadores médicos nos preocupan especialmente ciertos compuestos tóxicos persistentes (CTP). Pues, hoy, un considerable cuerpo de conocimientos científicos indica que los CTP tienen una fuerte relación con algunas de las enfermedades más frecuentes y graves que afectan a los seres humanos. Pesticidas y residuos industriales tienen efectos inmunosupresores, oxidativos, proinflamatorios, neurotóxicos, endocrinos, metabólicos, genotóxicos indirectos y epigenéticos. Tanto los conocimientos sobre los mecanismos de acción de los CTP como las observaciones en animales y seres humanos indican que contribuyen a causar transtornos y enfermedades como la infertilidad y ciertas anomalías congénitas, problemas de aprendizaje y otros transtornos de la conducta, diabetes tipo 2 y quizá obesidad, diversos tipos de cáncer, o las enfermedades de Alzheimer y Parkinson.
Los CTP y otros contaminantes se encuentran en muchos alimentos que ingerimos a diario, circulan por nuestra sangre y se almacenan en nuestro organismo. Suelen llegar hasta nosotros en dosis bajas, sobre todo a través de las partes más grasas de los alimentos. Se disuelven en las grasas, y el organismo no los puede excretar. Así que los vamos acumulando a lo largo de nuestra vida en el hígado, el páncreas, el sistema nervioso… Si ahora dejáramos de estar expuestos a ellos, su concentración en nuestro cuerpo tardaría de diez a treinta años en reducirse a la mitad.
Son ejemplos de CTP el plaguicida DDT y su principal producto de degradación, el DDE; el hexaclorobenceno (HCB) y los hexaclorociclohexanos (HCH) (el lindano, entre ellos); las dioxinas y los policlorobifenilos (PCB); o los compuestos polibrominados. Está ampliamente demostrado que la principal vía de entrada de estos contaminantes en nuestro organismo es la ingesta de alimentos ricos en grasas, principalmente de origen animal, y que la contaminación por CTP no es un fenómeno minoritario ni aislado, sino un hecho generalizado en la mayoría de países postindustriales del mundo; así, por ejemplo, compuestos como el p,p’-DDE, HCB, β-HCH y PCB se detectan habitualmente en la casi totalidad o en la totalidad de la población general, a menudo a concentraciones elevadas.
Aunque es común pensar lo contrario, los estudios científicos coinciden en que la contribución de la alimentación a las concentraciones de CTP de los adultos de la población general sana es muy superior a la contribución de la profesión y el lugar de residencia; se calcula que más del 97% de los niveles corporales de CTP del ciudadano medio occidental se deben a la contaminación alimentaria.
La contaminación humana por compuestos químicos es un conflicto socioecológico, político y sanitario inherente, en buena medida, a nuestros modelos de economía y cultura, a cómo vivimos. Es el resultado de nuestras actuales estructuras económicas y nuestra organización social y cultural, de hábitos individuales y colectivos. Consecuencia de las políticas públicas y privadas que promovemos o aceptamos pasivamente.
No es pues razonable, ni moralmente correcto pretender que demos un “cheque en blanco” a quienes venden, utilizan o aceptan contaminantes en los procesos de fabricación de alimentos presumiblemente aptos para el consumo humano. O a quienes no consiguen controlar la presencia de tóxicos en las cadenas alimentarias de los animales y las personas. No es razonable que aceptemos la propaganda superficial que difunden quienes nos quieren hacer creer que los CTP y otros agentes químicos ambientales solo han tenido efectos positivos y no tienen impactos trágicos en la salud de las personas, el bienestar de los animales y el equilibrio de la naturaleza.
Esas formas de negacionismo salubrista y ambiental son de otras épocas. Ya no son propias de las personas con educación, criterio propio y principios éticos. Hoy podemos aceptar que muchos agentes químicos de síntesis producen efectos beneficiosos y efectos adversos. Podemos analizar y detectar a los contaminantes tanto en nuestro interior como en el exterior. En teoría, nada impide que miremos afuera y adentro de nosotros mismos; pero a menudo nos falta practicar más esa mirada reflexiva y serena, crecer en la experiencia de mirar y ver de otro modo: de adentro afuera y de afuera adentro. También podemos ser más exigentes con nosotros mismos, a la vez que lo somos con las empresas y con las administraciones responsables de desplegar políticas más eficientes de control del riesgo químico. Cayó ya el Muro de Berlín –¡pronto se cumplirán 25 años!– y con él deben de continuar cayendo otros muros mentales de parecido valor simbólico e ideológico. Se acabó el mundo bipolar, maniqueo y simplón de la Guerra Fría, tan bien descrito en las novelas de John Le Carré o, recientemente, de Ian McEwan.
Sobre todo, hoy debemos trabajar –periodistas, epidemiólogos– con mayor amplitud, intensidad y celeridad para disminuir los impactos negativos de los agentes químicos artificiales que contaminan lo que continuamente respiramos, bebemos y comemos. Podemos evitar buena parte del impacto negativo que muchos tóxicos están teniendo sobre nuestra salud y calidad de vida. Podemos, y muchas personas y organizaciones están en ello. En los últimos años, la difusión social de numerosos estudios españoles está ayudando a alcanzar nuevas cotas de información, conocimiento y conciencia sobre la contaminación “interna” o “interior” de la población general española, es decir, sobre la acumulación de compuestos tóxicos en nuestros cuerpos. Esa difusión también ha propiciado actuaciones realmente innovadoras. Sin ir más lejos, en numerosas escuelas de España las asociaciones de madres y padres han conseguido mejorar la calidad del menú de los comedores escolares, retirando comida basura e incorporando alimentos con las máximas garantías posibles. Por cierto, lo han hecho trabajando con las organizaciones de maestros y con responsables políticos de Educación, Sanidad y Agricultura.
Hay pues que pensar con matices y visión global. No hay un solo problema, no existe el problema de la ganadería o el problema de los tóxicos o el problema del agua.... Existen múltiples problemas, conflictos y contradicciones, factores interrelacionados... Físicos, químicos, culturales, económicos... No hay conclusiones simples. No se trata solo de alimentación o economía, no se trata sólo de ganadería o salud, no se trata sólo de agricultura o medio ambiente; en realidad, lidiamos con múltiples causas y consecuencias políticas, económicas, culturales y emocionales, educativas, prácticas... Con múltiples incertidumbres e interrogantes: científicos, clínicos, económicos...
Los ‘cócteles’ de contaminantes ambientales contribuyen a que acumulemos alteraciones genéticas y epigenéticas
Basándonos en los resultados obtenidos por los mejores estudios científicos podemos concluir que, a día de hoy, la inmensa mayoría de las personas nos encontramos expuestos a múltiples tóxicos (un trágico cóctel de contaminantes) desde los primeros momentos de vida embrionaria y hasta la muerte; “desde la barriga materna hasta la tumba”, como suele decirse (from womb to tomb, en los eficaces monosílabos del inglés).
Uno de los escenarios causales con el que trabajamos muchos investigadores médicos es que numerosos contaminantes ambientales –cada uno, y las interacciones que resultan de su mezcla en nuestro cuerpo– contribuyen a la acumulación de alteraciones genéticas y epigenéticas en nuestro organismo. Este proceso es característico de muchos cánceres, enfermedades cardiovasculares, metabólicas y endocrinas, trastornos neurodegenerativos y otras enfermedades. La acumulación crónica de alteraciones genéticas y epigenéticas es un proceso causal clave entre el medio ambiente y el enfermar de las personas, entre la exposición y la contaminación humana por compuestos tóxicos ambientales y el desarrollo de las enfermedades que más nos afligen.
Este proceso causal todavía tiene poco peso en medicina, poca visibilidad en los medios de comunicación, y a veces hasta es negado por una parte influyente de la profesión médica y otros expertos. No siempre tales expertos tienen una visión amplia sobre las causas de las enfermedades, y no siempre están libres de ataduras: a menudo tienen intereses no declarados. Así, por ejemplo, la manipulación ideológica de ciertos conocimientos sobre genética y biología molecular ayuda a producir discursos negacionistas de las causas ambientales y sociales del enfermar. Son discursos cándidos, complacientes y cobardes que amputan partes incómodas del conocimiento científico existente. Y que contribuyen a preservar los intereses de poderosas organizaciones agrícolas y empresas del agrobusiness, así como muchos hábitos de consumo de casi todos nosotros, ciudadanos a menudo también demasiado cándidos, complacientes y cobardes.
Las narraciones no imparciales de algunos divulgadores y de algunos expertos legitiman, amplifican y difunden una visión simplista, reduccionista y acientífica de cómo funcionan los genes y de las propias bases genéticas y epigenéticas de las patologías humanas. Su fundamento biológico, clínico y epidemiológico es a menudo pobre; por ejemplo, es pobre o nula su conexión con los conocimientos científicos sobre fisiopatología humana, toxicología genética o epidemiología molecular, clínica y ambiental.
A pesar de todo ello, el elevado número de mezclas de compuestos químicos y la insólita variedad de sus efectos adversos genera una preocupación razonable en científicos, médicos y ambientalistas, así como en muchas personas y organizaciones genuinamente interesadas por la salud, el medio ambiente y la justicia social, o por desarrollar otras formas de economía y otros modelos de consumo. ¿Debería esa preocupación por los efectos de los tóxicos afectarnos más a todos, deberíamos estar más preocupados? Creo que sí; sin alarmismo ni angustias, sin miedo, con información, reflexión, conciencia y responsabilidad, todos tenemos la obligación moral de hacer más visible (y de ayudar a controlar) un proceso que en España y muchos otros países es excesivamente invisible: la relación causa - efecto que a menudo existe entre la contaminación de las personas por ciertos agentes ambientales y la incidencia de determinadas enfermedades graves.
Entre todas las fases de la vida, las más susceptibles a los efectos biológicos y clínicos de los contaminantes son las etapas embrionaria y fetal, y la primera infancia. Los embriones, fetos y niños se ven expuestos a los contaminantes a través de la placenta, y posteriormente a través de la lactancia. Subrayemos además que muchas de tales exposiciones pasan desapercibidas: los CTP, en particular, son indetectables para los sentidos. Solo los buenos sistemas de vigilancia (de salud pública y ambiental) nos ofrecen imágenes válidas y exhaustivas de su presencia y distribución en la sociedad. Y sólo los buenos periodistas tienen la capacidad de contarnos cosas muy delicadas con honestidad, rigor y persuasión. Luego, la información, la reflexión y la concienciación hacen posible que las personas, mediante las organizaciones sociales y ciudadanas, promovamos cambios de suficiente calado para disminuir nuestra contaminación interior.
La ubicuidad de los CTP y las limitaciones que las personas tenemos para realizar acciones individuales que prevengan nuestra exposición otorgan un papel fundamental a las políticas públicas y privadas. Estos contaminantes son menos susceptibles a las acciones individuales que otros factores de riesgo como el tabaquismo, el colesterol o el sedentarismo, los cuales, aunque están influidos de forma intensa por procesos y factores económicos y socioculturales, sí dejan un margen importante para las decisiones individuales (no fumar, comer razonablemente, hacer ejercicio físico, etc.).
De modo que, o cambiamos partes fundamentales de nuestros actuales modelos de sociedad, o no cambiará nada sustancial de lo que afecta a nuestra salud. Entre otras cosas, no cambiará nuestra contaminación por tóxicos. Los contaminantes tóxicos son sistémicos: son una de las principales características del sistema e impregnan a redes fundamentales del sistema. Nuestra generalizada contaminación interna es el resultado de nuestra organización social y de nuestros hábitos individuales y colectivos; consecuencia de las políticas públicas y privadas que promovemos o aceptamos. Políticas sobre agua, piensos, ganadería y agricultura, políticas de la industria alimentaria y sobre seguridad alimentaria, sobre riesgos químicos, energía, medio ambiente, residuos, reciclaje, educación, industria, transporte, impuestos, salud pública, sanidad… La contaminación generalizada de las personas, los animales, los piensos y grandes componentes de las cadenas alimentarias es el resultado tanto de los agentes más activos de esas políticas como de los agentes más pasivos y negligentes, de sus inacciones y omisiones, de las inercias y rutinas cómplices o interesadas, de quienes elegimos no visualizar los muertos, el sufrimiento y el gasto que los contaminantes contribuyen a causar.
En algunos casos hoy existe un mayor control en la fabricación y empleo de ciertos compuestos químicos que hace algunas décadas; en otros casos, la globalización y la desregulación de los mercados han ido en detrimento de normas y controles que protegen a los ciudadanos. Por ello, los actuales niveles de exposición a tóxicos de la población humana son, probablemente, tan o más importantes como al final de la Segunda Guerra Mundial. Sin olvidar la elevada persistencia ambiental de estas sustancias (incluyendo su persistencia en piensos y alimentos), el uso en regiones donde se utilizan compuestos prohibidos en Europa, las importaciones de piensos y alimentos desde tales regiones, o su empleo fraudulento. Además, algunos tóxicos, como los endosulfanes, aún se emplean en las tareas agrícolas en España.
En algunos estudios españoles los niños y niñas son quienes presentan mayores niveles de compuestos como el lindano, la aldrina y la dieldrina. Otros estudios han hallado una mayor contaminación en embarazadas jóvenes que en embarazadas de mayor edad. Algunos estudios empiezan a detectar otros compuestos cuyas concentraciones van en aumento. Incluso se han detectado tóxicos (dioxinas, PCB) en alimentos de la agricultura ecológica, subrayando las dificultades que supone producir alimentos libres de contaminantes. Pocas veces las autoridades competentes han ofrecido una explicación de hechos como esos. En España sigue siendo habitual que las Administraciones den la callada por respuesta ante hallazgos científicos incómodos; y es raro que alguna organización ciudadana exija una respuesta. La “sordera científica” de las autoridades, empresas y organizaciones sociales es preocupante.
Por cierto, tengo la impresión de que algunas de las cosas que los periodistas nos cuentan por escrito que han visto no sería posible filmarlas. Dudo mucho, por ejemplo, que los responsables de que se maten lechones de las fábricas (que no “granjas”) porcinas con un golpe en la cabeza autorizasen que una cámara lo filmase. Hay hechos cuya narración exige utilizar los recursos más ancestrales: los ojos, el coraje y la palabra. Un recordatorio de que el periodismo de verdad no tiene por qué desaparecer ante las nuevas tecnologías, al contrario. Ni puede basarse tanto en notas de prensa.
Tanto a periodistas como a epidemiólogos –y al resto de la sociedad, por supuesto– analizar las relaciones entre alimentación, medio ambiente y salud nos exige practicar un pensamiento integrador, equilibrado en su abordaje de la complejidad. En concreto, debemos integrar al menos siete dimensiones de tales relaciones: la dimensión ambiental, la de salud pública, la agrícola-ganadera, la de salud laboral, las dimensiones culturales, las económicas y las políticas.Todo ello, en un “mercado internacional sin alma donde se venden y se compran indistintamente esperma, embriones, animales, piensos, toneladas de carne o de «mineral» (es decir, lechoncitos)”.
Nunca es tarde para vivir de otro modo
La proliferación de intervenciones médicas ineficientes y el alienante consumismo sanitario no son ni cultural, ni política, ni económicamente ajenos a la burbuja inmobiliaria y a otras prácticas perversas del sistema financiero. Y también guardan estrecha relación con los problemas analizados en esta Jornada sobre periodismo y epidemiología. Mientras tanto, las iniciativas dirigidas a mejorar realmente la salud y el bienestar de la población –las políticas ambientales, laborales, educativas, alimentarias y sociales– están siendo atenazadas o cortadas a hachazos (que no “recortes”). Todavía no hemos asumido que una clave de la sostenibilidad del sistema de salud consiste en reducir el flujo de entrada: en conseguir que enfermemos menos. En lugar de quedarnos presos entre las paredes del sistema asistencial, entre las paredes de la medicina curativa o paliativa, podemos exigir que se desarrollen más las políticas que rinden auténticos beneficios humanos, y que se supriman las actuaciones médicas innecesarias, ineficaces o dañinas –perjudiciales tanto para la salud como para la economía “real” (pues ya quedado que existe otra, la economía ficticia y especulativa de latrocinio y paraísos fiscales).
La dependencia económica y cultural que nuestra sociedad tiene de ciertas industrias tóxicas debe disminuir, para que ganen peso nuevas estructuras y empresas que generen –además de beneficios económicos reales– beneficios sociales y ambientales. Puesto que las causas fundamentales de nuestras enfermedades son sociales y ambientales, cabe preguntarse: ¿podemos crear modelos de negocio honestos que actúen sobre esas causas, prevengan enfermedades y rindan más beneficios sociales y empresariales? La respuesta a la actual crisis del sector sanitario no puede consistir solo en atender a más pacientes que sufren las enfermedades que el propio modelo económico causa. Hay salidas verdaderas a la crisis sistémica que pasan por que la economía esté más al servicio del ser humano, de la naturaleza, de la educación… Y, por lo tanto, sectores como la agricultura y ganadería ecológicas, la movilidad, la salud pública, las energías renovables, el consumo responsable… son buenas vías para superar de verdad la crisis. España puede innovar en estos sectores, sin duda. Cuantificar y valorar mejor los beneficios sociales y económicos de las inversiones en alimentación, salud y medio ambiente les dará más visibilidad, propiciará que sean más apreciadas, y nos dará más confianza para seguir mejorando.
Para superar los graves problemas que nos acucian necesitamos otros valores, comportamientos, conocimientos, políticas... y medios de comunicación. Para transformar nuestros valores éticos, hábitos de consumo, relaciones sociales y organizaciones ciudadanas necesitamos más autocrítica, conocimiento, creatividad, valentía y pragmatismo. Todo ello es fundamental para controlar la contaminación interna y externa, para poner en práctica otras formas de entender la alimentación, la salud pública, el medio ambiente, la información, la riqueza y la vida... para vivir de otro modo.
Muchas personas en el mundo intentamos llevar una vida más sana, razonable, coherente, ética, respetuosa con la naturaleza y feliz. Tenemos razones y tiempo. Podemos lograr avanzar. Podemos disfrutar viviendo de otro modo.
Este texto se basa en parte en el siguiente: Porta M. Epílogo: Es tiempo de vivir (de otro modo). En Saporta I. Comer puede matar. Barcelona, Debate / Random House Mondadori, 2013. 177-195, 204-205.
Miquel Porta i Serra (Barcelona, 1957) es médico y epidemiólogo especializado en estudiar las interacciones entre los genes y el medioambiente. Es investigador del Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas (IMIM) de Barcelona, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universitat Autònoma de Barcelona y profesor adjunto en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill (EEUU).