Difundimos esta reflexión del escritor Pere Estupinyà, un extracto actualizado del apéndice del libro A vivir la ciencia. Las pasiones que despierta el conocimiento, publicado por Debate en junio de 2020.
Envié el texto final de este libro a mi editora el 9 de enero de 2020. El domingo 12, en el programa A Vivir que son dos días de la Cadena Ser, comentamos una noticia aparecida en algunos medios internacionales sobre un virus que había saltado de animales a humanos en una provincia de China. Explicamos que siempre que aparece un virus zoonótico es importantísimo investigarlo porque ni nuestro cuerpo ni nuestro sistema médico y farmacológico están preparados contra él, y porque si algún día un nuevo virus reúne las condiciones de alta capacidad infecciosa y alta letalidad, podría generar una pandemia de consecuencias desastrosas. En el caso de este nuevo virus, sin embargo, según las informaciones del momento solo había infectado a 59 personas, ninguna había fallecido, y no parecía que hubiera contagios de persona a persona, por lo que no parecía haber motivos de alarma.
En El cazador de cerebros habíamos decidido dedicar un capítulo a la amenaza de próximas pandemias por nuevos agentes infecciosos y la necesidad de anticiparnos científicamente a ellas. De la misma manera que cuando los sismólogos advierten que tarde o temprano en cierta región habrá un terremoto los edificios se construyen de manera que los resistan, hay muchos investigadores preparando armas biotecnológicas contra los patógenos emergentes. Uno de ellos era el mayor experto en coronavirus de España y creador de una vacuna contra el virus del SARS que causó 773 muertes en 2003; Luis Enjuanes.
Cuando le pregunté si los miedos a una gran pandemia estaban de verdad tan justificados, y si además de preocuparnos por la salud debíamos temer un descalabro social y económico, me dijo: “Es una amenaza real, y cada día más por el movimiento de las personas (...) incluso una epidemia relativamente modesta, si crea un ambiente de emergencia, el perjuicio económico que causa en los países es extraordinario. Las pérdidas se miden en billones de dólares”.
Luego hablamos de su innovadora estrategia para crear vacunas rápidas, basada en tener una especie de armazón genérico de vacuna que haya pasado todos los ensayos clínicos, y al que se le pueda incorporar en la superficie una proteína del virus sobre el que se pretenda generar inmunidad, para que en caso de emergencia la vacuna pudiera estar preparada y disponible en máximo dos meses. Esa investigación avanzaba a su ritmo, siguiendo las limitaciones presupuestarias y del propio proceso científico. Pasamos a ver su laboratorio de seguridad nivel 3 donde tenían muestras de virus letales, y de repente me citó como ejemplo el coronavirus que había recién aparecido en China. No seguí la entrevista por ese camino porque pensé que “para cuando se emita el programa eso ya habrá quedado desfasado”.
Entrevisto a alguien que investiga virus emergentes y que, harto de la psicosis del coronavirus y del alarmismo en los medios de comunicación, me dice literalmente que “esto está siendo un problema de salud pública en China, pero respecto el resto del mundo tenemos un riesgo bastante bajo”.
No os escandalicéis, porque de la exageración mediática y los despropósitos en redes es de lo que se quejaba casi toda la twittesfera científica y divulgativa a mediados de febrero. Cuando, tiempo después, le recuerdo sus palabras, me dice que “es lo que pensábamos en esos momentos”.
Sala de experimentación con alerta de riesgo biológico en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC) en Madrid. / Álvaro Muñoz Guzmán, SINC
Estoy escribiendo este apéndice confinado en mi apartamento de Buenos Aires, gran parte del mundo está en cuarentena, ayer en España fallecieron 832 personas de COVID-19 acumulando un total de 7.340, en Italia superan las 10.000 muertes, y no tengo ni idea de si pronto habrá una fase de remisión o si la situación explotará haciéndose inimaginablemente más dramática.
Llevo semanas hablando con científicos y siguiendo el día a día de la COVID-19 en el A Vivir y otros medios, pero el grado de incertidumbre es desconcertante. A los editores les dará un patatús cuando les pida añadir este apéndice, porque el libro está cerrado y, si bien se han cancelado las novedades de marzo, abril y mayo, de momento mantienen algunas de las de junio, entre las cuales se incluye esta obra. Quién sabe, cualquier cosa que escriba ahora quedará desfasada al minuto.
Menos algo que tiene mucha relación con uno de los mensajes principales de este libro: los científicos ya nos avisaron que tarde o temprano llegaría una pandemia, nos dijeron que debíamos prepararnos porque podría ser devastadora, y no les hicimos caso. Pero querría destacar una cosa: no creo que sea culpa solo de los gobernantes. Ni del desinterés por la ciencia de gran parte de la sociedad, medios de comunicación incluidos. Mi sensación sincera es que la ciencia también ha fallado y debería hacer autocrítica.
Y cuando digo ciencia, no me refiero al trabajo de los científicos en sus centros de investigación, que con las dificultades que tienen es bien meritoria, sino a la ciencia como sistema. Pienso en las instituciones, en las sociedades científicas, en los incentivos, en las presiones, en las agencias de investigación a nivel europeo, en los divulgadores, y en los órganos de asesoramiento y unión (o su falta) entre la comunidad científica y la política.
Sé que los investigadores dirán que los avances son lentos, que ellos ya habían alertado, que están recortadísimos de financiación, que la sociedad no les hace caso, y tendrán toda la razón del mundo. Pero además de quejarse de falta de recursos y anticipar los riesgos que nos acechan, en conjunto deberían ser más proactivos y elaborar planes de actuación, otro tipo de informes que no sean artículos académicos en revistas de referencia, y convencerse de que como comunidad su función no es solo generar conocimiento sino hacer que este conocimiento sea útil para la sociedad.
Por favor, no interpretéis mis palabras como una crítica destructiva, sino todo lo contrario. Redoblo mi apuesta por la ciencia, simplemente sugiriendo un sutil cambio de mirada. A día de hoy hay algunas voces diciendo que de esta crisis sacaremos algunas cosas positivas como nuevos modelos de teletrabajo, mayor rigor informativo en temas de salud, o cohesión social al darnos cuenta de la solidaridad mostrada por tantas personas, especialmente del sector sanitario. Ojalá. Deseo sinceramente que sea así, y que otra de estas lecciones aprendidas sea la convicción social y política de que debemos apostar más por la investigación científica y escuchar más atentamente a sus representantes. Pero insisto, además de mucha más inversión y atención, también hará falta más dirección.
Los políticos deben tomar nota, sin duda, pero los científicos también. Reitero que a título individual, me parece perfecto que la mayoría de investigadores continúen el excelente trabajo que hacen. Pero esta crisis fuerza a la ciencia a tener una mirada colectiva más cercana a las necesidades de la sociedad; y a asumir que su función no termina en la publicación del paper. De nuevo, quizá sí la de algunos investigadores concretos, pero de ninguna manera la de la ciencia como sistema.
Asumo que no es una reflexión fácil ni que se pueda resolver a corto plazo, y que no soy el primero en plantear ideas de este estilo, pero para que le saquemos todo el potencial a la ciencia, y para controlar mejor el próximo desastre o pandemia, es tan imprescindible que la sociedad se acerque a la ciencia como que la ciencia se acerque a la sociedad. Y no me refiero solo a divulgación, sino al propio diseño inicial de la dirección, objetivos y alcance final de algunas de sus investigaciones.
Sigo confinado en Buenos Aires escribiendo desde la misma silla del 30 de marzo, como si nada de mi vida particular hubiera cambiado en los últimos tres meses. Releo este texto y asumo cierta injusticia en el análisis: la movilización de la ciencia, de sus recursos y de los investigadores ha sido extraordinaria. Están avanzando a un ritmo más rápido del que ellos mismos pensaban.
Cierto que lo hacen a cambio de imperfecciones en el proceso, prepublicaciones científicas que nos desorientan, errores de precipitación, revistas científicas de referencia a las que les cuelan estudios metodológicamente malos, modelos matemáticos cuyas predicciones rozan el absurdo, test inútiles, contradicciones y un desconcierto que muestra una ciencia más humana y vulnerable de la que conocíamos.
Aun así, el ritmo de los descubrimientos sobre el SARS-CoV-2 y la COVID-19 es tremendamente meritorio, posiblemente tendremos una vacuna en un tiempo récord que se decía imposible hace escasos meses, se ha visto una brecha entre los países cuyos gobernantes escuchan más a sus investigadores y los que menos, y la esperanza en salir de manera definitiva de esta crisis lo más rápidamente y con menos dolor posible sigue estando, además del buen hacer de la sociedad en general y de los sistemas sanitarios en particular, en la ciencia.
Siendo justos, la ciencia no “nos salvará de esta” porque el daño irreversible ya está hecho, pero la lección a extraer es muy clara: si queremos que nos salve de la próxima debemos permitirle que empiece a trabajar antes, dotándola de más financiación, atención y dirección.