Polvo, restos, desechos, basura, roña, mugre, detrito, carroña, porquería, contaminación, excrementos, degradación, mierda: todos estos conceptos que tanto nos asquean, forman parte de la vida. La exhibición Dirt de The Wellcome Trust, en Londres, repasa la especial relación del ser humano con la inmundicia.
¿Por qué al pensar en la mugre que se acumula debajo de las uñas algo desagradable se instala en la boca del estómago? Vivimos rodeados de suciedad, sin embargo, estamos sumergidos en una campaña continua por rechazar su existencia. Algunos entienden que esta repulsa responde a la negación de una realidad desagradable: tratamos de olvidar a diario nuestra condición material para no afrontar que nuestros órganos vitales acabarán degradándose y convirtiéndose en desechos.
La exposición Dirt, de la Wellcome Trust, en Londres, repasa a la relación particular del hombre y la suciedad y ofrece una visión enmarcada en seis escenarios distintos en los que se desarrollan multitud de conceptos.
La suciedad está en el ojo del que mira, según la antropóloga británica Mary Douglas (1921–2007), en cuyas reflexiones se vertebra buena parte de la exposición. El concepto varía de cultura en cultura y de persona a persona. Por eso, en palabras de la antropóloga, “la suciedad es materia fuera de contexto”.
“Douglas se preguntaba por qué existe algo perturbador sobre la porquería, algo que nos inquieta. Por qué la tierra que no nos molesta en el suelo se convierte en suciedad si acaba en el plato de la comida o por qué los zapatos, que en sí mismo no son intrínsecamente sucios, pueden ser problemáticos sobre la mesa de la cocina. Su trabajo nos hace pensar en el contexto y en el lugar, en cómo la suciedad contradice el orden humano”, explica a SINC Kate Forde, comisaria de la exposición.
Nada mejor ilustra este afirmación que una de las piezas de la muestra. Rodeado por cuatro estacas y cuerdas para proteger el espacio, un cuidadoso mosaico en el suelo, hecho con una escasa cantidad de tierra, reproduce formas geométricas. Pero esa deliciosa y frágil pieza de arte, cuyos contornos comienzan a desdibujarse en algunos lados como consecuencia del viento, nos molestaría enormemente si en lugar de estar en un museo se encontrase, por ejemplo, en nuestro escritorio.
“Es interesante por muchas razones. Parece que vivimos en una era particularmente sucia, en la que nuestra economía produce más desperdicios que nunca y el 50% de la población mundial vive en ciudades, que generan más desechos. Al mismo tiempo, también hay científicos que plantean que quizá hemos llegado a un mundo donde todo es demasiado aséptico. Con esta exposición queremos repasar la historia, las actitudes y enfoques relacionados con la suciedad”, resume Forde.
Delft, limpieza hasta en el alma
Así que arrancamos el viaje por la inmundicia en el Delft del siglo XVII. Esta pequeña población holandesa era en aquella época el emblema de la pulcritud, entendida como la pureza del alma y el acercamiento a Dios. De hecho, una escena de la época muestra unos angelitos barriendo la suciedad del corazón de un creyente. Las pinturas e imágenes de ese Delft de 1863 muestran la gran cantidad de energía que los holandeses ponían en limpiar sus casas inmaculadas y el duro trabajo al que se veían sometidos los criados que limpiaban.
Delft fue la cuna de Antonie van Leeuwenhoek, el primer científico que identificó la existencia de microorganismos y bacterias y fue capaz de captarlos en imágenes a través de un microscopio de la época. A pesar de nuestra repugnancia a los millones de bichitos invisibles que nos rodean –y sin los que no podríamos vivir–, van Leeuwenhoek se mostraba entusiasmado de haber encontrado estas pequeñas criaturas, como muestran sus cartas a la Royal Society inglesa informando del descubrimiento.
Un progreso a golpe de infecciones
De ahí viajamos al Soho de Londres 1854, infectado por el cólera. Los científicos estaban convencidos de que se transmitía a través del aire y del olor, de las miasmas o emanaciones fétidas de suelos y aguas impuras. Pero el médico John Snow luchó contra el prejuicio aceptado por la comunidad médica al realizar un mapa fantasma de la ciudad en el que señalaban los suministradores de agua de cada barrio y el número de muertes en la zona. El mapa era una prueba de que la enfermedad se extendía por el agua contaminada por los excrementos humanos y no tenía que ver con el aire, sino con la decisión de conectar las tuberías de desagüe de las casas al sistema de alcantarillado, algo que convirtió el río Támesis en una cloaca.
Para cuando entramos en la habitación del hospital de Glasgow en 1867 ya estamos convencidos de que la historia de la suciedad, o de cómo manejarla, es también la historia del progreso humano. Y así lo confirma el empeño de Joseph Lister quien impuso, a pesar de la oposición social, métodos antisépticos para mejorar las condiciones de operación en uno de los hospitales de los suburbios más pobres y con mayor índice de mortalidad del país.
Suciedad, discriminación, miseria
“Impuro, inmundo, manchado, contaminado, indigno, escoria, tramposo, turbio, indecente, repugnante, inmoral, traicionero, escabroso, obsceno”. La exposición da un giro radical al llegar al escenario del Museo Internacional de Higiene de Dresde, en la Alemania de 1930. “Queríamos llevar la muestra a un terreno más metafórico, para hablar no sólo de la suciedad física, sino también de lo cargado que puede estar el lenguaje.
En las escenas de Dresde podemos ver la medicalización de un lenguaje antisemita que crece y donde la idea de higiene y de salud pública se transforma en una máquina de propaganda para diseminar información sobre la pureza racial”, explica Forde. La higiene se transforma entonces en la ciencia de la pureza de la raza en la que hay que eliminar lo sucio, lo contaminado, lo enfermo. Los judíos y extranjeros pasan a ser clasificados como bacterias o gérmenes, seres impuros.
Como sucede en India, donde, a pesar de la prohibición oficial, en la sociedad coexiste la idea histórica de la división en castas. Las personas más indignas, los más bajos en la jerarquía, son aquellas que hurgan en las basuras. En un país donde no existen baños privados y los públicos no utilizan el agua, esta clase social se gana la vida sumergiéndose en montones y eliminando basura ajena. Las protecciones son mínimas, los riesgos de contraer enfermedades, totales.
Las condiciones de vida inmundas quedan representadas en la instalación ‘Los módulos antropométricos’, del artista español Santiago Sierra, fabricada con heces humanas, que aparece recogida en la exposición. “Me parecía un aporte interesante, es percibido como una pieza de galería de arte y constituye un producto real. Es una obra fascinante porque parece que estuviera realizado con una máquina, pero es mierda real y el resultado de un trabajo manual increíblemente duro por parte de estos trabajadores que se encuentran en lo más bajo de la sociedad india”, afirma Forde.
Reciclaje de tragedias
Y finalizamos con un poco de esperanza, la que ofrece el proyecto de renovación de Fresh Kills, un emblema de la sociedad de nuestros días. Fresh Kills es uno de los basureros más grande del mundo, situado a pocos kilómetros del símbolo de la modernidad, la ciudad de New York, y el lugar donde fueron a parar todos los desechos de las Torres Gemelas. Ahora un nuevo proyecto quiere convertir ese gran basurero en un parque donde los neoyorquinos puedan montar a caballo, jugar al golf o pasar un día de verano haciendo un picnic.
“La intención es que se abra en 2030 y hay paisajistas y arquitectos trabajando en el proyecto, resulta impresionante. Es interesante porque transmite ideas acerca de cómo podemos ser más creativos con nuestros desperdicios. Somos criaturas materiales y tiramos cosas cada día, es parte de nuestra existencia, pero tenemos que pensar de forma más imaginativa y preocuparnos por nuestra basura, dónde va, qué ocurre con ella. Este proyecto toca todas estas cuestiones”, apunta Fordes. Los desechos forman parte de un proceso circular. Como nuestro retorno a la tierra, aunque no nos guste recordarlo.
Dirt, hasta el 31 de agosto en Wellcome Collection. 183 Euston Road, Londres