Gripe, cólera, cáncer, dengue, malaria, tuberculosis, alzhéimer, párkinson, ébola, zika, chikungunya, sida... cada dolencia ha sido nombrada con criterios distintos en cada época y cultura. Con la infección por coronavirus, la Organización Mundial de la Salud quiere terminar con décadas de estigmatización y confusión.
“COVID-19. Lo deletrearé: COVID guion uno nueve. COVID-19”.
Fue el 11 de febrero pasado. A poco más de un mes del comienzo de la epidemia desatada por el coronavirus 2019-nCoV, el director general de la Organización Mundial de la Salud comenzó una conferencia de prensa con un bautismo.
“Según las pautas acordadas entre la OMS, la Organización Mundial de Sanidad Animal y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación ─anunció el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus─, tuvimos que encontrar un nombre que no se refiriera a una ubicación geográfica, un animal, un individuo o un grupo de personas, que sea fácilmente pronunciable”.
Hasta entonces se habían reportado 42.708 casos en China, así como la muerte de mil personas a manos de una enfermedad respiratoria que oficialmente no tenía nombre pero que de a poco era conocida entre tanta confusión como “gripe de Wuhan”.
“Una vez que los nombres de las enfermedades se establecen en el uso común a través de internet y las redes sociales son difíciles de cambiar, incluso si se usa un nombre inapropiado”, agregó Adhanom. “Tener un nombre es importante para evitar el uso de otras denominaciones que pueden ser inexactas o estigmatizantes”.
En los últimos años, han surgido varias enfermedades infecciosas humanas nuevas. El uso de nombres como “gripe porcina” ─gripe A (H1N1)─ o “Síndrome respiratorio del Medio Oriente” ─MERS─ ha tenido impactos negativos no deseados en sectores económicos. En 2009, el gobierno egipcio ordenó la matanza de la población porcina, unos 300.000 animales, pese a que era propagada por humanos.
A comienzos de los 80s, al sida los medios lo denominaron “cáncer gay”, “peste rosa” o GRID (o “enfermedad inmune relacionada con la homosexualidad” en inglés) estigmatizando a toda una comunidad.
Estos dos no son los únicos casos de etiquetados confusos e inapropiados de amenazas para la vida. El virus del Ébola lleva el nombre de un río en la República Democrática del Congo.
Al virus del Zika se lo conoce por un bosque de Uganda, donde se lo descubrió por primera vez en 1974. El síndrome pulmonar por hantavirus está vinculado al área del río Hantan en Corea del Sur.
Y la enfermedad de Lyme recibió su nombre por la ciudad de Connecticut, donde se identificó por primera vez en 1976.
“Esto puede parecer un problema trivial para algunos ─indica el médico japonés Keiji Fukuda, Subdirector General de Seguridad de la Salud de la OMS─, pero los nombres de las enfermedades realmente importan a las personas directamente afectadas. Hemos visto que algunos provocan una reacción violenta contra miembros de comunidades religiosas o étnicas particulares, crean barreras injustificadas para viajar y para el comercio y desencadenan el sacrificio innecesario de animales. Esto puede tener graves consecuencias para la vida de las personas”.
No hay que olvidar que el primer nombre del sida a comienzos de 1980 fue GRID, o “enfermedad inmune relacionada con la homosexualidad” en inglés. Así apareció en un artículo publicado en 1982 en The New York Times titulado “Nuevo trastorno homosexual preocupa a los oficiales de salud”. Por entonces, los medios solo alimentaron la psicosis y la estigmatización con los términos peyorativos que usaron: “cáncer rosa”, “peste gay” o “síndrome homosexual”.
Los nombres viajan más lejos y más rápidamente que las enfermedades. Desde mucho antes del nacimiento de internet y las redes sociales, impulsados por el miedo y el misterio, contaminan el imaginario colectivo. Como recuerda Susan Sontag en su libro La enfermedad y sus metáforas, pueden inspirar fantasías, infundir terror, como si fueran “un animal de rapiña, perverso e invencible”.
La peste negra fue la pandemia más devastadora en la historia de la humanidad, que golpeó a Europa y Asia en el siglo XIV. Abundan explicaciones populares que atribuyen su nombre a la aparición previa de un cometa negro, a la gran cantidad de personas que lucían luto, a imágenes de la enfermedad como un hombre montado en un caballo negro o al ennegrecimiento de la carne putrefacta en las horas finales antes de la muerte.
La generación que la sufrió la conoció como la moria grandissima, la mortalega grande, très grande mortalité, grosze Pestilentz y huge mortalyte: algo así como la “Gran Mortandad” o la “Gran Muerte”.
La denominación de muerte negra aplicada a la peste bubónica recién surgió en Suecia en 1555 (swarta döden), en Dinamarca en 1605 (den sorte Død) y en Inglaterra en el siglo XVIII (black death). Los musulmanes, en cambio, la conocieron como la gran destrucción y el “año de la aniquilación”.
El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Brueghel el Viejo. La Peste Negra, la peor pandemia que sufrió la humanidad, fue conocida como la moria grandissima, la mortalega grande, très grande mortalité, grosze Pestilentz y huge mortalyte: algo así como la “Gran Mortandad” o la “Gran Muerte”.
En otros casos, las enfermedades recibieron su nombre en honor al primero médico que describió sus síntomas. Se trata de un homenaje polémico ser recordado por un mal que solo acarrea dolor y, en muchos casos, muerte.
En 1817, el cirujano inglés James Parkinson identificó una enfermedad crónica y lentamente progresiva del sistema nervioso caracterizada por una combinación de temblor, rigidez y postura encorvada. La denominó “parálisis agitante”.
60 años después, el neurólogo francés Jean-Martin Charcot propuso denominarla tal cual la conocemos hoy: enfermedad de Parkinson (sin el “mal” que le antecedía, descartado por las connotaciones negativas que arrastraba).
En 1906, el psiquiatra alemán Alois Alzheimer observó cambios peculiares en el cerebro de una mujer que había muerto después de sufrir pérdida de memoria, desorientación, paranoia y un comportamiento impredecible. La enfermedad de Chagas fue identificada en 1909 por el médico brasileño Carlos Chagas.
Otras enfermedades, en cambio, tienen antiguas raíces griegas o latinas. La palabra cólera deriva del griego “cholē”, que significa bilis: en la antigüedad se pensaba que la sobreabundancia de esta secreción producida por el hígado era la responsable de la enfermedad intestinal infecciosa que provoca fuertes diarreas, vómitos y deshidratación.
Otro caso es el de la malaria, cuyo nombre deriva de mal aria (‘mal aire’ en italiano medieval), pues se pensaba que era transmitida por el aire contaminado.
Con las décadas, los significados originales de muchas aflicciones terminan olvidados, sepultados por la historia y el sufrimiento. El nombre del virus que provoca la fiebre chikungunya viene de la lengua africana makonde, que quiere decir “doblarse por el dolor”. Fue detectado por primera vez en Tanzania en 1952.
En el caso del dengue no hay una sino varias hipótesis del origen del nombre de esta enfermedad transmitida por mosquitos que, mientras el mundo sigue atentamente al coronavirus, golpea a América Latina con la peor epidemia de su historia. La Organización Panamericana de la Salud ya reporta tres millones de casos.
‘Le livre du chemin de long estude’ (1402) de Christine de Pizan. En el siglo XVI, los italianos adoptaron la palabra influenza para referirse a enfermedades provocadas por la “influencia de las estrellas”.
Unos piensan que viene de “ki denga pepo” que en swahili quiere decir “ataque repentino causado por un espíritu malo”, como la conocían los esclavos africanos llevados a América en 1830.
El médico español Agustín Pedro Pons, en cambio, sostenía que aludía “a la marcha especial, presuntuosa, dandy, melindrosa, denguera, con que el sujeto se ve obligado a caminar debido a las mialgias lumbares que lo envaran”.
Los ingleses la llamaban “dandy fever” (fiebre del dandy), mientras que en Estados Unidos le decían fiebre quebrantahuesos (breakbone fever).El médico Cristóbal Nieto de Pina la llamó “calentura benigna de Sevilla” a fines del siglo XVIII, lo cual no evitó las denominaciones más creativas.
Por su benignidad algunos le decían “la piadosa”; por la erupción de la piel, “calentura roja”; porque la adquirían al llegar a Filipinas o América, “fiebre de aclimatación”; por coincidir en la época de los dátiles, “fiebre datilera”.
En otros casos, la responsabilidad estaba en las estrellas: la palabra “influenza” (o gripe) oculta el desconcierto de su origen. En el siglo XVI, los italianos adoptaron esta palabra para referirse a enfermedades provocadas por la “influencia de las estrellas”. Viene de “fluere”, que se pensaba que era una emanación emitida por estrellas que gobernaban los asuntos humanos.
En muchas ocasiones, la denominación de las enfermedades ha estado guiada por intenciones políticas. En la Europa del siglo XIV, en un momento de guerra constante, cada nación tendía a culpar a sus enemigos por enfermedades contagiosas.
La sífilis hizo su debut europeo en 1495. Si bien su origen aún está en disputa ─¿regalo del “Nuevo Mundo” o enfermedad preexistente?─, se cree que fue llevada a Nápoles por las tropas españolas enviadas para apoyar al rey Alfonso II contra Carlos VIII de Francia. La dispersión del ejército de mercenarios del rey francés habría sido responsable de la rápida propagación de la sífilis en todo el continente.
Los franceses conocieron esta enfermedad de transmisión sexual causada por una bacteria como “la enfermedad napolitana” (aunque también como “Peste de Burdeos” y “Mal de Nyort”); mientras que para los italianos era “la enfermedad francesa” (morbus gallicus).
Para los portugueses fue la “sarna de Castilla”, mientras que en Castilla se la conocía como el “mal de los portugueses”. Los rusos lo llamaron “la enfermedad polaca”, los polacos “la enfermedad alemana” (morbus germanicus) y en Medio Oriente, “el mal extranjero”.
A comienzos del siglo XVI, el médico francés Jean Fernel la denominó lúes venera ─epidemia de Venus, el “estigma vergonzante que dejaban en el cuerpo los placeres carnales”─.
Adoptó su nombre actual en 1530 cuando el médico y poeta italiano Girolamo Fracastoro publicó un poema pastoral sobre la enfermedad, Syphilis sive de morbo gallico, protagonizada por un pastor llamado Syphilus quien recibió el mal como castigo después de desafiar a los dioses. El nombre más neutral terminó quedando con el tiempo.
Girolamo Fracastoro muestra al pastor Syphilus y al cazador Ilceus una estatua de Venus para advertirles del peligro de infección por sífilis. Grabado de Jan Sadeler I, 1588/1595. / Wellcome Collection
En 1918, una extraña enfermedad empezó a viajar por el mundo. Y con ella, el miedo. Miles de personas empezaron a enfermarse: padecían debilidad, neumonía, problemas estomacales, dificultades para respirar, confusión y fiebre.
Las funerarias no podían hacer los ataúdes lo suficientemente rápido y los sepultureros trabajaban desde el amanecer hasta el atardecer. Los médicos no sabían cómo tratar a las personas ni entendían bien qué la causaba.
La enfermedad tuvo muchos nombres al principio. En Argentina, los diarios y revistas se referían a ella como “influenza de los campamentos” y “germen de los hunos”.
Se la empezó a llamar en todo el mundo “gripe o influenza española”, si bien la mutación más mortal del virus probablemente no se había dado en España sino en Estados Unidos. Fueron los soldados norteamericanos quienes la propagaron en Europa al combatir en la Primera Guerra Mundial.
El nombre con el que quedó inmortalizada se debe a que los primeros casos se informaron justamente en España pues, como país neutral en la por entonces llamada Gran Guerra, no se practicaba la censura en la prensa tan sistemáticamente como sí ocurría en Alemania, Gran Bretaña y Francia, donde se controlaba todo los que se publicaba para no dañar la moral de sus poblaciones.
La pandemia de 1918 se conoció mundialmente como “gripe española” pese a que la mutación del virus H1N1 se habría dado en Estados Unidos y no en España.
En España, en cambio, se la conoció al principio como “la gripe europea”, hasta que, impulsada por la popularidad de la zarzuela La canción del olvido, a la enfermedad de moda muchos medios la rebautizaron “soldado de Nápoles” por ser tan pegadiza como el coro que todos tarareaban.
No sabían que la segunda ola sería mucho más letal. En total, la gripe mató al 6 % de la población mundial, entre 50 y 100 millones de personas.
En 1528, el escritor Thomas Paynell describió al cáncer como “un tumor melancólico que come partes del cuerpo”. Su nombre, según detalló Galeno en el siglo II, se inspiraba en el parecido entre las venas hinchadas de un tumor externo y las patas de un cangrejo.
La palabra tuberculosis ─del latín tuberculum, diminutivo de tuber, bulto, hinchazón─, por su parte, significa protuberancia o excrecencia y fue empleada por primera vez en el siglo XVII por el anatomista Franciscus Sylvius de Leiden, a quien también se le atribuye la invención de la ginebra. “Al cáncer se lo describía, al igual que a la tuberculosis ─recuerda Sontag en su libro─, como un proceso en el que el cuerpo se consumía”.
Una de las primeras referencias de esta enfermedad pulmonar se encuentra en los antiguos textos de la literatura india, los Vedas, en el 1500 a.C., donde se la denomina “yaksma”.
En el siglo V a.C., Hipócrates y sus seguidores la describieron como “phthysis”, la causa más frecuente de enfermedad de su tiempo. Para los chinos era “xulao bing”, para los romanos “consumptione” y para los incas “chaky oncay”.
Desde la Edad Media, a la inflamación de los ganglios linfáticos del cuello ─hoy conocida como escrófula, un proceso infeccioso causado por Mycobacterium tuberculosis─ se la llamó tanto en Inglaterra y en Francia “el mal del rey” pues se pensaba que solo se curaba con el toque de la realeza.
Entre las mujeres del siglo XIX, la tuberculosis se asoció al atractivo sexual. La obsesión con la 'estética consuntiva' llevó a muchas mujeres a dejar de comer y a blanquearse químicamente la piel. Grabado de T. Rowlandson, 1810. Wellcome Collection
La práctica comenzó con el rey Eduardo el Confesor en Inglaterra (siglo XI) y Felipe I en Francia (siglo XII): en grandes ceremonias, los monarcas demostraban ante el pueblo su derecho a gobernar otorgado por Dios al tocar a personas afectadas por la enfermedad debajo de la barbilla mientras un capellán recitaba la Biblia. Los tocados además recibían monedas de oro especiales llamadas “piezas táctiles” como amuletos.
La tuberculosis moldeó la vida social en el siglo XIX. Por entonces, los románticos consideraron a la “peste blanca” o “mal du siècle” como una variante de la enfermedad del amor, un exceso de pasión, la “enfermedad del artista” como la retrató Thomas Mann en La montaña mágica.
La delgadez y palidez fantasmal que resaltaba las venas, las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y los labios rojos impulsó a que fuera considerada una enfermedad elegante pese a la tos permanente, la diarrea implacable, la fiebre y la expectoración de flema y sangre.
Se la asoció a la hipersensibilidad, a la creatividad, a la vida bohemia. Como describe Carolyn A. Day en Consumptive Chic: A History of Beauty, Fashion, and Disease, muchas mujeres dejaban de comer y se blanqueaban químicamente la piel para imitar este aspecto. Mientras la tuberculosis provocaba el 25 % de las muertes en Europa, se la glamourizaba.
“La consunción, soy consciente, es una enfermedad halagadora”, escribió Charlotte Brontë en 1849 con respecto a su hermana.
Artistas y pensadores como Alexander Pope, Friedrich Schiller, Anton Chekhov, John Keats, Paul Gauguin, Søren Kierkegaard, Guy de Maupassant, Molière, Henry David Thoreau, Walt Whitman y George Orwell, entre muchos otros, la sufrieron.
Por fin, se separó definitivamente cáncer de tuberculosis en 1882, cuando el microbiólogo alemán Robert Koch descubrió con la ayuda del microscopio que la tuberculosis era una infección bacteriana. Al día de hoy sigue siendo una de las enfermedades más letales del mundo.
Hasta fines del siglo XIX, reinó la confusión en la medicina: una misma enfermedad podía ser conocida con nombres totalmente distintos en diferentes países o incluso ciudades.
Algunos de los primeros intentos de clasificar sistemáticamente las enfermedades se habían realizado previamente en los siglos XVII y XVIII. Por ejemplo, después de clasificar plantas, el sueco Carl von Linneo centró su atención en la clasificación de enfermedades. El resultado de su estudio fue Genera Morborum, publicado en 1759. En este texto dividió las enfermedades en clases, órdenes y especies. Así habló de fiebres con erupciones cutáneas, fiebres críticas y fiebres derivadas de la inflamación.
En 1769, William Cullen publicó un breve folleto, Synopsis Nosologiae Methodicae, que organizó las enfermedades de manera similar según sus síntomas. Allí diferenció 34 variedades de reumatismo crónico e incluyó la gota entre las neurosis.
Estos esfuerzos, sin embargo, se consideran hoy de poca utilidad, en gran parte por las inconsistencias en la nomenclatura. En 1893 se creó un sistema uniforme y fue entonces cuando el Instituto Internacional de Estadística adoptó la primera clasificación global de enfermedades.
El responsable de esta tarea titánica de detallar los nombres y rasgos de cada uno de los enemigos de la salud humana fue el demógrafo francés Jacques Bertillon. La obsesión por el orden corría en su familia. Su hermano Alphonse, además de criminólogo y antropólogo, fue el creador del polémico sistema de identificación de delincuentes mediante medidas antropométricas (longitud, anchura, forma y colores de distintas partes del cuerpo), adoptado en España en 1896.
'Genera Morborum' (1759) de Carl von Linneo. Uno de los primeros intentos de clasificar las enfermedades.
Presentado en Chicago, el trabajo del francés era una síntesis de los sistemas que venían usándose en Inglaterra, Alemania y Suiza. La Clasificación de Bertillon de Causas de Muerte ─como se llamó al principio─ fue rápidamente adoptada por varios países. Desde entonces, ha habido once versiones de este catálogo de clasificación de diagnóstico.
Sin embargo, fue en 2015 cuando la Organización Mundial de la Salud estableció los parámetros para una correcta denominación, según los cuales el nombre de una enfermedad debe consistir en términos descriptivos genéricos, basados en los síntomas que causa la enfermedad. Si se conoce el patógeno, debe formar parte del nombre.
“La historia demuestra que identificar una nueva enfermedad por su lugar de origen puede conducir a la estigmatización, así como influir en las percepciones de riesgo”, indica Mari Webel, historiadora de la salud pública de la Universidad de Pittsburgh.
Habrá que ver en unos años si los estragos provocados globalmente por la enfermedad COVID-19 permitirán olvidar a la ciudad de Wuhan y a sus desafortunados habitantes.