La divulgadora británica publica en español su libro Testosterona rex, en el que analiza modelos científicos obsoletos que refuerzan falsos mitos tan establecidos como el de la supuesta preferencia de los hombres por el riesgo. Ella defiende que las diferencias entre sexos son mucho más dinámicas de lo que creemos.
Cordelia Fine (1975) es una psicóloga británica nacida en Canadá y catedrática de Historia y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Melbourne (Australia). Además, es una fiera divulgadora que combate con sus libros algunos mitos populares todavía arraigados sobre las diferencias sexuales que existen en los cerebros de hombres y mujeres.
En 2010, Fine saltó a la fama con su libro Delusions of gender, donde acuñó el término ‘neurosexismo’, con el que se refiere a esas “afirmaciones neurocientíficas que refuerzan estereotipos de género sin justificación científica”. Más tarde, en 2014, advirtió en la revista Science de cómo el sexismo sesga la manera en la que los investigadores ven el cerebro.
En 2017 publicó Testosterone rex, en el que defendía que los roles sexuales, pasados y presentes, son meros convencionalismos: la evolución nos ha hecho mucho más similares de lo que creemos. La famosa hormona que da título al libro es una de sus dianas, pero no la única. Hablamos con ella aprovechando la reciente publicación en español de su libro (Paidós, 2018).
¿Qué es Testosterona rex?
Es el término que he acuñado para aglutinar todas esas creencias tan familiares sobre el sexo biológico y la naturaleza humana, según las cuales la evolución ha favorecido que los machos sean más competitivos y arriesgados porque eso mejoraba el éxito reproductor de nuestros antepasados. Como consecuencia, según estas ideas, los cerebros masculinos están dirigidos por la testosterona.
La creencia de que los varones son esa especie de Testosterona rex está basada en modelos científicos viejos, que no corresponden con cómo se entiende el sexo en la biología evolutiva, la antropología y la psicología. Escogí el nombre ‘rex’, que significa rey en latín, porque los hombres tienen todavía más poder en el mundo que las mujeres.
En su libro asegura que negar ese viejo modelo masculino no es negar la ciencia. Aun así, todavía tendemos a pensar que las diferencias que observamos entre hombres y mujeres en la sociedad son naturales y tienen un origen evolutivo. ¿Por qué esa reticencia a abandonar el mito del Testosterona rex ?
[Ríe mucho]. Creo que es una pregunta para los demás, más que para mí. ¿Te refieres a la gente o a los investigadores?
Me llaman más la atención los científicos.
Los investigadores estudian su disciplina y no necesariamente saben cómo han cambiado otras. El área de la psicología que estudia el género ha pasado de concebir los sexos como dos extremos, a entender que no se puede clasificar a la gente en un dominio bidimensional, ya que un individuo puede tener características femeninas y masculinas.
Al mismo tiempo, hay gente que trabaja desde una perspectiva biológica y todavía intenta relacionar una hormona, la testosterona, con toda la psicología masculina. Esto solo tiene sentido en un modelo antiguo de la masculinidad que consiste en un paquete cerrado, pero no funciona cuando contemplamos todos los componentes que se pueden observar en una misma persona.
Usted analizó en Delusions of gender el trabajo del investigador Simon Baron-Cohen, que clasifica los cerebros en dos tipos: uno empático, típico de las mujeres, y otro sistemático, más propio de los hombres. En su último estudio asegura confirmar esta teoría. No le han faltado críticas. ¿Cree usted que existen dos clases de cerebros?
Es uno de los principales defensores de que los hombres ‘piensan’ y las mujeres ‘sienten’. Uno de los problemas que señalé en el libro y veo en el nuevo estudio es que mide la empatía y el comportamiento sistematizador mediante autocuestionarios con preguntas como ‘¿soy bueno entendiendo lo que sienten los demás?’. Un buen puñado de estudios muestran que, en realidad, juzgamos muy mal nuestras propias habilidades [risas]. Es más fácil hacer un cuestionario que medir un comportamiento, pero es un método incorrecto.
A la hora de medir el carácter sistematizador, tampoco miden la capacidad de comprender cómo funciona un sistema, sino el interés de cada participante en actividades tradicionalmente asociadas a los hombres. Es raro que el título del estudio haga referencia a tipos de cerebros cuando no se han estudiado cerebros, sino que se han repartido breves cuestionarios. Eso no es observar el cerebro, es medir la autopercepción a través de estereotipos.
Aunque sean cuestionarios, ¿las diferencias no muestran que hombres y mujeres piensan diferente?
Es que esas diferencias fueron muy modestas. Puntuar alto en uno de los dos tipos de cerebros, empático o sistematizador, no significa que vayas a puntuar bajo en otro, ni que el cerebro se especialice en un tipo u otro. De hecho, alguien de tipo empático puede superar a alguien del otro tipo en sistematización. Es complejo. Me recuerda a un colega que hizo el test para ver si tenía un cerebro masculino o femenino. Me dijo que puntuó muy bajo en ambos, por lo que no debía de tener cerebro [ríe].
Nosotros, los humanos, clasificamos las diferencias en el comportamiento de la gente a través de las lentes del sexo y el género, que son categorías sociales dominantes, son lo primero que ves en una persona. Sin embargo, tú no te relacionas con una media de una población, sino con un individuo: en realidad, saber el sexo de alguien no permite predecir cómo es.
Los cuestionarios son imperfectos, ¿pero de verdad es mejor mirar el cerebro directamente? Pienso en la ‘fiebre’ que hubo con los estudios con imagen por resonancia magnética funcional (IRMf) hasta que se vio que los datos se habían estado analizando mal y que un salmón muerto mostraba distintas emociones según la foto que se le presentara.
Cuando estudias un cerebro, miras un órgano que ha tenido una vida. No está programado ni se mantiene inmutable, sino que es el producto de la interacción entre la biología y las experiencias que su dueño ha tenido. Está claro que hay diferencias entre cerebros según su sexo biológico, pero estas diferencias no se acumulan creando dos categorías, un cerebro masculino y otro femenino; ni siquiera para crear un espectro continuo desde la masculinidad hasta la feminidad.
Pero, si existen diferencias en el cerebro de hombres y mujeres, ¿no deberían reflejarse en nuestro comportamiento?
En cierto sentido sí, pero la base neural del comportamiento es tan complicada que hasta para un neurocientífico, que trabaja con experimentos animales muy controlados, resulta difícil establecer esa relación entre las diferencias sexuales en el cerebro y el comportamiento.
Más allá de que haya diferencias por sexo en el cerebro o que estas tengan implicaciones para el comportamiento, debemos ser muy cautos al sugerir qué significan. Es muy tentador dibujar estereotipos de género para rellenar ese hueco en nuestro conocimiento científico.
En ese sentido, frente a la idea de que las desigualdades entre hombres y mujeres se explican por estas diferencias, en Testosterona rex defiende que, partiendo de las diferencias, hombres y mujeres hemos evolucionado hacia la igualdad. O, como resume en su libro, que 3+1 = 2+2.
Cuando vemos una diferencia sexual en biología tendemos a pensar que ese tipo de cosas son las que hacen diferentes a machos y hembras. Es más interesante ver cómo, en muchas ocasiones, ambos sexos se comportan de una forma similar a pesar de tener diferentes tamaños cerebrales, niveles de químicos y hormonas.
Otro motivo por el que es difícil relacionar cerebro y comportamiento es porque, en ocasiones, las diferencias no se suman, sino que se contrarrestan la una a la otra. En algunas especies de aves, el área de canto de los machos duplica a la de las hembras, pero ambos cantan por igual porque la de ellas es más activa. Es un ejemplo de cómo la compensación crea similitudes en el comportamiento.
En su libro desmonta las ‘cuentas imaginarias’ de ese macho alfa capaz de engendrar cientos de hijos a lo largo de su vida, lo que habría moldeado el comportamiento masculino frente al de las hembras, que solo podrían tener unos pocos descendientes. ¿Hasta qué punto es responsable de perpetuar estos mitos un campo tan polémico como el de la psicología evolucionista?
La psicología evolucionista, que es fácil de divulgar y capta la atención, sirve a mucha gente para acceder a las ideas sobre evolución. La ciencia que estudia el comportamiento desde un punto de vista evolutivo tiene muchas ramas y lo que voy a decir no se aplica a todas, pero la psicología evolucionista está anticuada. No está actualizada con el conocimiento actual de la biología evolutiva.
Su principio general es intentar comprender los factores personales y últimos que moldean el comportamiento de la gente. Es una meta científica muy digna, pero hay formas más o menos rigurosas de hacerlo. Lo dejo ahí [ríe].
Repite en su libro que Testosterona rex está moribundo. ¿No cree que el uso de la biología y la evolución para explicar las diferencias entre sexos goza de buena salud?
Hay estudios psicológicos que muestran que este tipo de creencias profundas y enraizadas sobre diferencias entre hombres y mujeres se utilizan estratégicamente en momentos en los que el statu quo está amenazado. Sirven al sistema para justificar las desigualdades.
Al mismo tiempo, percibo una retórica preocupante que asume que cualquier tipo de crítica a investigaciones como las de Baron-Cohen debe estar motivada políticamente. Si tu oponente presupone eso, entonces no se va a tomar la molestia de mirar los hechos y tomárselos en serio. En realidad, las críticas no se dirigen al hecho de que se lleven a cabo este tipo de investigaciones, sino a las interpretaciones o problemas en su metodología.
A la hora de explicar las desigualdades, ¿hemos pasado de ‘la mujer no puede’ a ‘la mujer no quiere’?
Es cierto, ha habido una evolución en las explicaciones del statu quo. Primero decían que las mujeres eran intelectualmente inferiores para explicar la desigualdad. Después ha pasado a atribuirse a una falta de interés. Asumimos que los rasgos más comunes en hombres son los necesarios para ser bueno en una carrera, aunque las diferencias medias entre los sexos sean en realidad pequeñas. Eso es olvidar que las leyes contra la discriminación tienen menos de medio siglo y que hay un legado cultural profundo que todavía nos influye.
¿Cómo encontrar un equilibrio entre extrapolar el cerebro de un salmón al comportamiento humano y negar nuestra naturaleza animal?
Esa es la pregunta: dónde encajan los seres humanos. Obviamente hemos evolucionado. La testosterona está presente en muchas especies, pero las hormonas son más que algo que obliga a los animales a comportarse de cierta forma determinista. En realidad, estas sustancias responden al ambiente y nos adaptan a él. Sería raro observar lo que pasa en otros animales y luego pensar que nuestro comportamiento sigue un patrón fijo.
Además de tener un montón de sexo no reproductivo, lo que hace especiales a los humanos es la diversidad del ambiente social, económico y social en el que vivimos. Hemos evolucionado para ser adaptables y flexibles. Tenemos un poderoso mecanismo de herencia que es la cultura: eso forma parte de nuestra historia evolutiva y debemos tomarlo en serio.