El Instituto de Ciencias Matemáticas se ha convertido en un referente mundial, aunque el año pasado se viera envuelto en polémicas burocráticas. En este ambiente acaba de acceder a su dirección Antonio Córdoba (Murcia, 1949), un veterano matemático que tratará de trasladar sus sueños y experiencia a este centro de excelencia de la ciencia española. “Si no queremos depender del turismo y el ladrillo, necesitamos competir en ciencia, lo que implica voluntad política y una educación del pueblo para exigir a nuestros representantes actuar en esa dirección”, afirma.
¿Cuándo surgió su interés por las matemáticas?
Fue decisivo un magnífico profesor del instituto de Murcia donde estudié. Me gustaba la ciencia en general y era buen estudiante, pero me di cuenta de que en muchas materias tenías que creerte algunas cosas o dependías de información externa. Sin embargo, en las matemáticas yo era el dueño de mi universo, yo resolvía el problema, y esto me daba cierta seguridad.
La carrera la cursó en la Universidad Complutense de Madrid al final del periodo franquista, ¿cómo recuerda aquella época?
Fueron unos años fascinantes desde el punto de vista de la educación política y sentimental. Estuve en el colegio mayor Pío XII, por entonces un centro de la democracia cristiana por el que pasaron personajes que luego desempeñaron un papel relevante durante la transición, pero los estudiantes éramos de una ideología un poco más avanzada. Entre mis compañeros predominaban las ideas de izquierdas. A finales de los 60, cuando la universidad estuvo tomada por la policía, a veces también había que correr.
Después se traslada a EE UU para hacer el doctorado en la Universidad de Chicago y le dirige la tesis Charles Fefferman. ¿Cómo fue trabajar con este niño prodigio y Medalla Fields?
Fue fantástico. Cuando le conocí los dos teníamos 21 años, alumno y tutor. Él se había convertido en el catedrático más joven de la historia de la universidad estadounidense y yo su primer alumno, y enseguida trabamos amistad. Charlie, además de un gran matemático, para mí es uno de mis grandes amigos.
Luego usted pasa a la Universidad de Princeton…
La oferta vino por el resultado de mi tesis –que se centró en el problema de Kakeya– y no pude rechazarla. En Princeton estuve trabajando en la conjetura de Zygmund y tuve la suerte de encontrar una solución, lo que me hizo ser el chico de moda y tener más ofertas de trabajo.
¿Y si estaba tan bien allí, qué le hizo volver a España?
Eso me lo he preguntado yo muchas veces [risas]. A finales de los 70 y principios de los 80 en nuestro país empezó una época ilusionante. Compañeros investigadores y autoridades me convencieron de que había que arrimar el hombro, contribuir a que despegásemos. Tras un intento fallido de cambiar las cosas en la Universidad Complutense de Madrid, me volví a Princeton, pero luego surgió la posibilidad de crear un departamento nuevo de Matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid, similar a lo que había visto en EE UU, y esto me hizo volver definitivamente.
¿Y como catedrático consiguió lo que pretendía?
Sí y no. Nuestro departamento se sitúa como uno de los mejores de España, según estos rankings universitarios que se publican con frecuencia. Es muy satisfactorio, pero no es lo que había soñado. El departamento ha tenido una vida muy activa, pero también ha sufrido sus crisis, quizá por su aislamiento, al no poder sumar a otros en sus ideas renovadoras. Es uno de los mejores en nuestro país, pero yo quería emular a Princeton, algo muy difícil.
¿Qué nos impide ser como ellos?
La respuesta es compleja. Por una parte, influye la falta de tradición. Países como Inglaterra o Francia tienen instituciones que funcionan desde la Ilustración. Nosotros no las hemos desarrollado, aunque ahora tengamos científicos tan buenos como ellos. Después, he detectado dos vicios en nuestro sistema que no se dan en EE UU. Uno es la envidia, que en el sentido universitario es el hecho de que no se propicie fichar a los mejores. En España todavía se mantiene la idea de que nadie te haga sombra. Eso en EE UU se penaliza: se deja muy claro que si fichas a alguien peor que tú, vas a pagar las consecuencias en muchos sentidos, incluido el sueldo.
¿Y el otro vicio?
Es el quid pro quo (algo por algo). En cierta medida es un factor de estabilidad social y es normal que en la vida funcionemos con el hoy por ti, mañana por mí; pero en nuestro sistema universitario es muy exagerado y lleva a la formación de clanes, donde todos son alumnos de alumnos, etc. En Princeton, por ejemplo, no se ficha a un doctor que haya hecho la tesis en esa institución hasta que no pasen unos años.
Como nuevo director del ICMAT se enfrenta a esos problemas. ¿Algún otro?
Nuestro sistema burocrático. Queremos competir con el mundo a la hora de fichar a los mejores matemáticos, pero nos vemos constreñidos porque las herramientas administrativas están diseñadas para otra cosa, no para centros de excelencia como el ICMAT. A menudo pongo el ejemplo de la cocina: tenemos los mejores restaurantes del mundo, pero también cafeterías como las de una universidad. No se pueden regir por los mismos parámetros y reglas de contratación. En España se tiende a legislar de forma general, pensando en lo más justo y eficiente para todos, pero eso a menudo produce monstruos burocráticos.
¿Cuáles son las soluciones a todos estos retos?
Los científicos podemos proponer hojas de ruta o planes, pero se necesita que los políticos entiendan que no es presentable que en España no hayamos tenido matemáticas hasta ahora. Si queremos ser un país competitivo y no depender solo del turismo y el ladrillo, necesitamos competir en ciencia y, en particular, en las matemáticas. Esto implica voluntad política y una educación del pueblo para exigir a nuestros representantes actuar en esa dirección.
¿Alguna actuación concreta desde el ICMAT?
Podemos ponernos de acuerdo con otros centros de excelencia Severo Ochoa –una de las grandes ideas que empezó con la ministra Garmendia y que ha mantenido la actual Secretaria de Estado de I+D+i Carmen Vela–, para establecer esa hoja de ruta que sugiera al Gobierno medidas que nos faciliten la labor. En el ICMAT tenemos la contradicción de ser elogiados como uno de los cinco centros donde se han conseguido los mejores resultados en matemáticas del mundo y, a la vez, padecer penurias administrativas. Esto a medio plazo es insostenible. Necesitamos tener las ayudas con las que cuentan otros centros punteros del mundo.
¿Qué pasó exactamente con el anterior director, Manuel de León?
Es un tema complejo, pero tengo entendido que Manuel ha considerado oportuno iniciar procesos judiciales para limpiar su nombre respecto a afirmaciones que tanto él como nosotros creemos desproporcionadas. Aquí en el instituto no ha habido ningún tipo de malversación –como se ha llegado a denunciar–, sino todo lo contrario: una gran dedicación por parte de mucha gente.
¿Considera que el anterior director del ICMAT ha dejado el listón muy alto?
Manuel es un luchador y un gran fajador que ha dedicado los últimos años de la vida al instituto, desde sus inicios, y le estamos muy agradecidos por su dedicación. Lo que se ha conseguido va a ser difícil repetirlo científicamente. Por aquí han pasado los mejores matemáticos del mundo y hemos tenido la suerte de conseguir varios resultados que nos singularizan a nivel internacional. Algunos grupos, como el de Mecánica de Fluidos es la referencia mundial. Quien quiera aprender sobre singularidades de fluidos y uno de los problemas del milenio tiene que venir al ICMAT. Y esto es una cosa nueva en la historia de España, que se ha logrado aquí. Emular eso no va a ser nada fácil.
¿Cuáles son sus objetivos como nuevo director?
Queremos que el ICMAT se consolide y continúe siendo esa casa confortable de Madrid para las matemáticas del mundo, además de un motor para el desarrollo de esta ciencia en España. Pretendemos seguir teniendo laboratorios como el de Mecánica de Fluidos –que lleva Charlie Fefferman–, o el de Topologia de Nigel Hitchin. Entre los objetos del deseo que se han probado en matemáticas en los últimos años, cinco se han logrado en el ICMAT, como la conjetura de Arnold, la conjetura de Nash, la solución del problema de Sidon, además de los problemas resueltos por el grupo de singularidades de mecánica de fluidos. Nuestros colegas se sorprendían de que esto no se hubiera hecho ni en Princeton ni en Cambridge, sino aquí. Desde mi perspectiva de matemático veterano me parece casi un milagro que haya ocurrido esto con las matemáticas en España, y ahora no podemos tirarlo por la borda. Nuestro objetivo es seguir en esta dirección.
¿Usted también ha participado en algunos de esos estudios punteros?
Sí, he colaborado en el denominado problema de Muskat, relacionado con la filtración de fluidos en medios porosos y la evolución de la interfaz. Era un modelo que se usa en ingeniería, pero la demostración de que es un buen modelo la hemos hecho aquí. Esta cuestión también se enmarca dentro de la mecánica de fluidos, donde se trabaja con ecuaciones derivadas parciales especialmente aviesas. Otras de mis áreas de investigación son el análisis armónico –las matemáticas de los movimientos ondulatorios– y la teoría de números. Supongo que ahora lo tendré que dejar un poco de lado, porque en las pocas semanas que llevo como director del ICMAT ya me he dado cuenta que mantener la nave para que no se tuerza y cumplir con la burocracia no es ninguna broma. Las energías no son finitas y seguramente se van a resistir mis actividades docentes e investigadoras.
¿Cuál de las dos prefiere?
Me considero un profesor que enseña porque investiga. Es decir, me gusta enseñar, pero la investigación forma parte de mi vida. Siempre tengo por ahí una serie de problemas matemáticos pendientes y así seguirá siendo. La docencia es como ser director de orquesta, interpretando la música que han escrito los grandes del pasado, aunque ofrezcas a veces tus propias variaciones. Investigar es crear nuevas partituras, pero ambos aspectos se mezclan.
¿Qué aportan las matemáticas a una persona?
Las matemáticas son muchas cosas. Es una ciencia propia, pero también el lenguaje de la propia ciencia y la tecnología, que cualquier persona que quiera seguir una carrera técnica debería conocer. Aparte de eso, y que la vida cotidiana sería inconcebible sin saber contar, sumar o dividir, desde el punto de vista de la educación de los ciudadanos proporcionan lo que podríamos llamar un sistema operativo para el cerebro: un sistema deductivo. Trabajar con números, rectas, triángulos y circunferencias educa al cerebro a saber cuándo algo sigue unas premisas, cuándo unas hipótesis implican una tesis, cuando esto se deduce de aquello o, por el contrario, cuando nos están vendiendo una moto. La vida seguramente sería más sensata si una mayoría supiera utilizar el cerebro para sacar conclusiones y no ser engañados. Esta es una de las contribuciones importantes de las matemáticas.
Pero se siguen considerando una asignatura difícil. ¿Algún consejo para facilitar su aprendizaje?
Reconozco que es más complicado aprender a deducir una cosa de otra que, por ejemplo, memorizar que Colón descubrió América en 1492. Las matemáticas, como la música, se aprenden mejor si el profesor las siente, disfruta con ellas y ha tenido contacto con la creación matemática. Esto, al menos en los primeros niveles, es muy difícil, así que aconsejaría a nuestros gobernantes que fomentaran la creación de una biblioteca que de verdad estimule al profesorado y los alumnos. Sus autores serían los mejores matemáticos del mundo que supieran trasmitir los conceptos de forma bonita y sencilla, quitando la pedantería y el farrago que a menudo incluyen los libros de textos.
Además de sus responsabilidades como catedrático de Análisis Matemático y nuevo director del ICMAT, Antonio Córdoba también tiene sus aficiones literarias que, según cuenta, “no se toma muy en serio”. El veterano matemático también ha escrito multitud de ‘tontetos, difeorrimas y ripiolemas’, una serie de poemas divertidos que publica en su web, como estos: