Los carboneros quitan el tapón a las botellas de leche, las urracas abren hueveras y los gorriones engañan a las puertas automáticas de los bares para entrar y comer las migas del suelo. Las ciudades ya no asustan a los pájaros. Sin depredadores ni peligros, se han hecho con la urbe y la habitan sin temor a golpe de ala.
Una gaviota robándole el bocadillo a un transeúnte ya no es una escena fuera de lo común. No lo era en la playa, pero tampoco lo es ahora en la ciudad. Estas aves proliferan en busca de comida y se atreven con maña a adentrarse en nuestro mundo cotidiano, hasta el punto que ciudades como Vigo han puesto en marcha planes de actuación con las colonias de gaviotas. Pero no todos los pájaros muestran tanta picardía.
El crecimiento de las ciudades supone un cambio de hábitat drástico para todas las especies y es una de las principales causas de pérdida de biodiversidad. Tanto es así que el número de aves que se pierden en el proceso de urbanización es mucho mayor que el de las que logran adaptarse.
“La biodiversidad de las urbes es mucho más baja que la de las zonas rurales o la periferia. Por esa razón, hay un grupo muy grande de especies que no son capaces de adaptarse a las ciudades”, indica a Sinc Martina Carrete, investigadora en la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y una de las ponentes ayer del XXII Congreso Español de Ornitología organizado por SEO/BirdLife.
Pero mientras algunas se extinguen de forma local, otras se adaptan tan bien que se apropian de su nuevo entorno. Es el caso de las gaviotas y del gorrión común (Passer domesticus), paradigma de la adaptación, que convive con el ser humano desde hace unos 10.000 años y cuya supervivencia depende exclusivamente de la presencia del hombre.
Para esta y otras especies de aves como los mirlos, los carboneros o los verdecillos, la ciudad ofrece más ventajas que inconvenientes: menos predadores con alas, temperaturas más altas, luz artificial, y mayores cantidades de alimento, entre otros. “Lo que favorece la adaptación a la vida urbana es la alta tolerancia a la presencia del hombre”, dice a Sinc Joan Carles Senar, jefe de investigación en el Museo de Ciencias Naturales de Barcelona (CSIC).
Aprender a adaptarse
En muchos casos, adaptarse supone adquirir nuevas conductas, cada vez más estudiadas por los científicos. Ejemplo de ello son algunos carboneros comunes (Parus major) de Reino Unido que han aprendido a quitar la tapa de aluminio de las botellas de leche que los repartidores depositan cada mañana delante de la puerta de cada casa para beber la capa de nata de la parte superior.
“Vivir en la ciudad implica tener acceso a unos alimentos que no están disponibles en el campo”, dice Carrete, que recibió el pasado 6 de diciembre durante el congreso de SEO/BirdLife el Premio Francisco Bernis a la investigación. En nuestro país, las urracas (Pica pica) abren las hueveras de cartón que también se dejan delante de las casas.
Otro ejemplo se produce en Nueva Zelanda, donde algunos gorriones han aprendido a abrir las puertas automáticas de algunas cafeterías para aprovechar las migas y los restos que dejan los humanos. Lo consiguen revoloteando frente a los emisores de infrarrojos que controlan las puertas.
Esta capacidad de adaptación no solo ocurre con la alimentación. La luz casi permanente de la ciudad también juega a su favor. Aves típicamente diurnas aprenden a usar el alumbrado público para alargar su periodo de actividad.
Además, al ser la ciudad más cálida, la fisiología reproductiva de algunas aves se adecua cambiando la época de reproducción, el número de puestas o la cantidad de huevos.
El encendido y apagado del alumbrado público en Moscú también sirve de señal sincronizadora para las cornejas negras (Corvus corone) que salen cada mañana en masa hacia los dormideros o que empiezan su dispersión matutina por la ciudad.
A la luz se suma el ruido urbano. “Las aves cantan más fuerte o a una frecuencia más elevada, de forma que el canto se solapa menos con el ruido de fondo”, señala a Sinc Diego Gil, investigador en el departamento de Ecología Evolutiva del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC) de Madrid. Otro estudio, liderado por Gil, muestra que las aves se adelantan a la hora punta, cantando a horas más tempranas en lugares de ruido, como los aeropuertos.
Las aves también utilizan nuevos lugares de nidificación en la ciudad. “Muchas especies crían en los tejados, lo que les permite reducir los riesgos de depredación que tenían antes al criar en zonas rurales en rocas, por ejemplo”, explica Carrete.
No hay miedo, no hay estrés
Existen diferentes casos de adaptación pero todos coinciden en una cosa: perder el miedo al ser humano es el primer paso para conseguir adaptarse. Y no resulta difícil ya que los individuos salvajes tienen una capacidad “casi infinita” –dice la investigadora– de adaptarse al hombre a través de una flexibilización en su comportamiento.
“Las aves en las ciudades han aprendido que los humanos no suelen ser predadores directos, y disminuyen su distancia de huida (a partir de la cual empiezan a huir)”, declara Gil. En medio urbano, el mirlo común (Turdus merula) o la corneja permiten que una persona se acerque a ellos a una distancia de dos o tres metros. Sin embargo, “en su medio natural, a los 30 o 50 metros ya empiezan a huir”, añade Senar.
Una de las formas de medir el temor hacia el hombre es estudiar la respuesta al estrés asociado a los medios urbanos. Un tema que no ha estado exento de controversia ya que hasta ahora se pensaba que las aves urbanitas sufrían más estrés. Una investigación realizada por Carrete y su equipo, y presentada durante el congreso, demuestra que aves rurales y urbanas no muestran diferencias en su nivel de estrés.
El trabajo basado en una población de mochuelo de madriguera (Athene cunicularia) que lleva más de 20 años en la zonas urbanas de Bahía Blanca en Argentina, sugiere que los medios urbanos y rurales no difieren en su calidad. “Los individuos que los ocupan no ven las diferencias. Cada individuo está donde tiene que estar”, subraya la investigadora que midió el estrés de los pájaros de manera pasiva, sin tocarlos.
Pero la mejor prueba de adaptación a la vida urbana es la diferenciación genética que se produce entre las poblaciones urbanas y las rurales. Otro estudio, liderado por la investigadora del CSIC y también pendiente de publicación, muestra que existen diferencias genéticas muy sutiles en los mochuelos. “Las poblaciones rurales y urbanas tienden a diferenciarse a largo plazo debido a que no hay un flujo aleatorio de individuos entre zonas rurales y urbanas”, asevera Carrete.
Experimentos anteriores realizados con mirlos urbanos y salvajes demostró que los de ciudad poseían características heredables para adaptarse mejor y más rápido a la urbe. Según Carrete, “la presión humana –que es máxima en las zonas urbanas– produce más que un acostumbramiento, un proceso de selección donde sobreviven los individuos que tienen unas características que les permitan vivir ahí”.
Campo o ciudad, ¿una elección forzada?
Como la ciudad supone un filtro para muchas especies, “solo algunas aves con unas características determinadas pueden pasar por ese filtro”, señala Diego Gil quien añade que las especies de aves que consiguen sobrevivir en la ciudad no son una muestra aleatoria de las que existen en el campo.
Un estudio, publicado en 2014 en la revista Ecology and Evolution y liderado por Joan Carles Senar, analizó 171 carboneros macho que habitaban Barcelona y 324 de un bosque cercano. El trabajo, realizado de 1992 a 2008, demuestra que en el bosque la selección natural favorece a los individuos que tienen mayores corbatas (mancha negra en el pecho), mientras que en la ciudad, la presión de selección es inversa: los individuos de corbatas pequeñas se ven favorecidos.
“Esto lo relacionamos con la personalidad de los individuos, ya que la corbata se correlaciona con esta, de manera que los individuos urbanos, aunque son más exploradores que los del bosque, son también mucho más precavidos”, revela Senar.
Las diferencias entre individuos rurales y urbanitas de una misma especie dependen también del acceso a la alimentación. En un lugar donde los recursos son abundantes, muchas aves deciden quedarse en la ciudad. Es el caso de las cigüeñas del sur de España o de los jilgueros americanos en Canadá, que se han hecho sedentarios y ya no migran, “pues la gente les proporciona alimento que les permite quedarse”, dice el investigador catalán.
Pero en la ciudad no es oro todo lo que reluce. La comida es en general de peor calidad, la contaminación química, acústica, y lumínica entorpece a veces su existencia y los gatos se han convertido en los nuevos depredadores. A pesar de ello, las técnicas de colonización y adaptación contemporánea se perfilan cada vez más y las aves callejeras se amoldan a la vida en la jungla de cemento.