Los genocidios, atentados y ataques violentos tienen algo en común: el odio. Cuando odiamos, se activa un circuito exclusivo en el cerebro. Ningún otro animal experimenta esta emoción destructiva que nos hace ver a los demás de forma binaria: pensar en términos de ‘nosotros-ellos’ tiene la poderosa habilidad de eliminar nuestra empatía. Si no lo controlamos, nos jugamos el futuro de la especie.
“Por supuesto que los odiábamos. El plan para matarlos estaba dispuesto y terminado. El odio estaba profundamente arraigado, de modo que cualquiera que veía a un tutsi lo mataba”. Lauren Renzaho tenía cincuenta años cuando en 1994 participó en el genocidio de Ruanda y no dudó en contarle al fotoperiodista Nick Danziger, del programa BBC Panorama, los motivos que le movieron a asesinar a sus compatriotas. Así lo recoge el libro La naturaleza del odio (2010), de los psicólogos Robert J. y Karin Sternberg.
La etnia, la política, el territorio, la religión e incluso el trabajo y el amor pueden activar este oscuro sentimiento que deja su huella en el cerebro. Una investigación de Semir Zeki y John Paul Romaya, dirigida por el University College de Londres y publicada en la revista PLoS ONE, reveló que, cuando odiamos a alguien, en nuestra mente se activa un circuito que no se registra con otros sentimientos como el miedo o el amor.
Los científicos mostraron a 17 voluntarios fotografías de personas que aseguraban detestar y midieron su actividad cerebral con imágenes de resonancia magnética. También les enseñaron fotos de individuos neutrales para comparar los resultados.
Cuando experimentaron odio, en los cerebros de los participantes se estimularon zonas de la corteza y del subcórtex asociadas con el comportamiento agresivo y la acción. Además, se puso en funcionamiento una parte de la corteza frontal relacionada con la predicción de movimientos de los demás.
También se activaron el putamen y la ínsula, dos áreas relacionadas con el amor romántico; sin embargo, apenas se desactivaban las áreas relacionadas con el juicio y el razonamiento –como sí ocurre con el amor–. Quien odia está alerta ante el adversario.
En el experimento de Zeki y Romaya, varias áreas del cerebro se activan de manera especial cuando los voluntarios del experimento miraban las caras de las personas odiadas.
“En el amor y en el odio, tal vez de un modo que no sucede con ninguna otra experiencia, uno se adentra en una intensa relación con otras personas”, destacan Robert J. y Karin Sternberg en el libro. Esta relación tan estrecha entre ambos sentimientos podría explicar, en parte, por qué en ciertas parejas el amor se transforma rápidamente en odio.
A diferencia de la agresividad o la ira, que las especies ponen en marcha por supervivencia, detestar no tiene una clara finalidad biológica. “Mientras que la ira es una emoción básica, necesaria para sobrevivir, el odio es una emoción construida culturalmente”, afirma a Sinc Fernando Broncano, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad Carlos III de Madrid.
Su complejidad y el hecho de que se asocie a un contexto determinado dificultan definirlo e investigarlo, como se hace con otros sentimientos. Según el escritor científico Rush W. Dozier Jr., de forma general, el odio es una emoción primitiva que sirve para atacar o evitar aquellas cosas que percibimos como una amenaza a nuestra supervivencia o reproducción.
“Cuando nos sentimos atrapados en una situación que nos atemoriza, existe una tendencia para que nuestra reacción pase al sistema límbico y a una respuesta agresiva primaria que puede evolucionar hasta el odio”, cuenta el escritor en su libro ¿Por qué odiamos? (2003).
Este tipo de respuesta no suele darse en el mundo animal. Es cierto que existen las violentas guerras entre chimpancés y los ataques hacia las crías de otras hembras, pero deben analizarse desde el prisma biológico y no del comportamiento humano, según los expertos.
“Dos o más chimpancés pueden hacer una coalición para atacar a otro individuo, normalmente macho dominante, que antes los ha maltratado. ¿Es odio, venganza o una mezcla de ambas? No lo podemos saber”, aduce a Sinc Manuel Soler, catedrático de Biología Animal de la Universidad de Granada. Los ataques podrían explicarse, incluso, por el prestigio puesto en juego: al formar una coalición, los dos chimpancés salen beneficiados puesto que ascienden en la pirámide jerárquica del grupo.
Como ocurre con la maldad, el odio aparece en el ser humano cuando toma consciencia de ello. No se trata de un instinto primario ni de algo racional. “El odio es un sentimiento que emergió evolutivamente de conjuntos más básicos de sensaciones corporales y emocionales que son comunes en humanos y otros primates, como el hambre y el miedo”, señala a Sinc Henry Evrard, neuroanatomista en el Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania).
Según Evrard, es muy probable que el odio sea un derivado humano de comportamientos básicos negativos, como el rechazo o la evitación, que se producen en todos los animales. Tanto nosotros como el resto de primates podemos tirar objetos, gritar o evitar a otro individuo si lo detestamos. El mecanismo es el mismo, pero la diferencia está en la consciencia de esa aversión, desconocida para el primate. Eso también tiene su explicación en el cerebro.
El neuroanatomista ha estudiado lo que ocurre en la ínsula de los macacos, región cerebral relacionada con este sentimiento negativo. “La ínsula anterior humana es más grande y está más desarrollada que la del mono. Esta diferencia estructural podría proporcionar la base para sensaciones más refinadas en los seres humanos”, razona Evrard. Por eso los monos pueden sentir y reaccionar como los humanos ante determinadas amenazas, pero carecen de la capacidad de percibir conscientemente eso que llamamos odio.
“Si aceptamos odio como la necesidad de actuar de forma irracional y gratuita contra aquello que odiamos, estamos ante un sentimiento que no tiene cabida en la naturaleza, dado que implica un consumo de energía y un riesgo innecesarios”, subraya a Sinc Francisco Ortega, paleontólogo del grupo de Biología Evolutiva de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
Aunque las peleas entre otros primates, como los chimpancés, son habituales, no responden al sentimiento de odio consciente, como el humano. / Chris Allen
En ocasiones, este sentimiento exclusivamente humano desemboca en violencia. Quienes perpetran atentados terroristas, asesinatos o agresiones movidos por el odio comparten algo: la falta de empatía.
“La división binaria nosotros-ellos tiene la poderosa habilidad de eliminar nuestra empatía”, mantiene Dozier Jr. Un estudio publicado en PLoS ONE demostró que ponernos en el lugar del otro está estrechamente relacionado con la cercanía afectiva que tengamos hacia esa persona.
En la investigación, los científicos analizaron el grado de dolor que sentían 66 participantes cuando imaginaban que alguien querido, un desconocido o una persona que odiaban se encontraba en una situación dolorosa.
Las puntuaciones más altas de dolor las experimentaron cuando pensaban que sus seres queridos sufrían. En el caso de las personas por las que sentían aversión, el dolor fue el más bajo, inferior incluso al que sentían hacia un desconocido.
“Esta falta de empatía por las víctimas es un distintivo del odio que se ha hecho evidente repetidamente en incontables matanzas y genocidios”, recuerda el escritor. “Podemos ser exquisitamente sensibles a los sentimientos de nuestra familia y amigos, y totalmente insensibles a los sentimientos de nuestros enemigos”, añade.
A pesar de ser un sentimiento irracional, es posible minimizarlo con diferentes estrategias. “El estereotipo del ‘otro’ como causa de nuestros males, cuando falta un examen objetivo de estas causas, suele ser un producto salvaje de nuestros túneles mentales”, describe Broncano.
Para controlar a este ser imaginario amenazante al que echamos la culpa de nuestras desgracias, lo mejor es tratar de racionalizarlo. En el caso de grupos, se trata de cambiar el binomio nosotros-ellos por el de nosotros-nosotros.
“El objetivo del mundo civilizado debe ser pasar de antigua orientación nosotros-ellos de nuestro sistema nervioso primitivo a una orientación nosotros-nosotros, orquestada por nuestro sistema nervioso avanzado”, propone Dozier Jr.
Otra opción pasa por abordar el problema desde cuatro perspectivas diferentes, como plantean los psicólogos Robert J. y Karin Sternberg. La primera es el pensamiento dialógico, analizar los actos desde el punto de vista de la otra persona. La segunda, el pensamiento dialéctico, es decir, comprender que una solución no es inmutable y que puede cambiar con el tiempo. La tercera, pensar a largo plazo y no limitarse al cortoplacismo –muy común en la sed de venganza–, y la cuarta, potenciar valores positivos, como integridad, honestidad o compasión.
“Solo educando y formando en la tolerancia y el respeto hacia los demás se puede alcanzar la sabiduría y, con ella, una sensibilidad hacia el bienestar de los otros y la coexistencia pacífica de los grupos”, sostienen los psicólogos. El futuro de la especie está en juego.
Igual que el odio deja una huella cerebral, ¿tiene una marca genética? El conocido como gen guerrero –una variante del gen MAOA– se asocia con impulsividad, agresividad y violencia, aunque bajo ciertas condiciones.
“El gen guerrero no está relacionado con el odio ni necesariamente con la violencia”, puntualiza a Sinc Isabel González Tapia, profesora especializada en Neuroderecho de la facultad de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Córdoba. “Está relacionado con la impulsividad de una persona por encima de la media, cuando se le combina el maltrato severo desde la infancia”, matiza.
González Tapia apunta que esta circunstancia podría tenerse en cuenta como atenuación de la responsabilidad en nuestro sistema jurídico. De hecho, en tres juicios concretos –dos en Italia y uno en EE UU– la defensa utilizó la presencia de este gen en los detenidos como parte de sus argumentos para obtener concesiones de los tribunales, según cuenta a Sinc Benjamin Y. Cheung, profesor del departamento de Psicología de la Universidad de Columbia Británica (Canadá).