Este 11 de marzo se cumplen cinco años de uno de los mayores accidentes nucleares de la historia, el de la central japonesa de Fukushima. Por una fatídica coincidencia de causas naturales y fallos humanos, algunos de sus reactores explotaron, liberando altas dosis de radiactividad. Tras la catástrofe aumentaron en todo el mundo las medidas de seguridad en estas instalaciones, pero su huella ha cambiado la vida de miles de personas y tardará décadas en borrarse del medio ambiente.
En principio una causa natural: un terremoto de 9 grados de magnitud, con epicentro en el mar, que sacudió Japón el 11 de marzo de 2011. Como consecuencia se originó un tsunami con olas de más de 15 metros que inutilizaron los generadores diésel de la central nuclear de Fukushima-Daiichi. Esto impidió la refrigeración de los reactores y derivó en tres de ellos en una fusión de núcleo, un suceso grave con explosiones en varios edificios y la consiguiente liberación de radiación nociva al exterior. El incidente llegó a alcanzar la categoría 7, el máximo en la escala internacional de accidentes nucleares (INES), al mismo nivel que el de Chernóbil.
Sí, según el informe que una comisión de académicos y expertos del sector nuclear presentó al año siguiente. Tras entrevistar a más de mil personas implicadas, incluido el por entonces primer ministro japonés Naoto Kan, los resultados señalaron que el accidente se produjo por la connivencia entre el Gobierno, los reguladores y la empresa propietaria de la central (TEPCO). Todos eran conscientes de la posibilidad de un apagón total en la central y daños en sus reactores, pero la compañía no tomó precauciones y el regulador público lo dejó pasar. Además, se detectaron fallos de organización interna y una respuesta lenta al accidente.
El Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) informó de una veintena de personas heridas en la planta nuclear y otras tantas con contaminación radiológica de diverso grado, pero hasta ahora no se ha contabilizado ni un solo fallecido por exposición directa a la radiación. Otro tema son las muertes indirectas y los suicidios. “Un accidente nuclear destruye todo: las tierras, los trabajos, los hogares… y también los corazones”, dijo el profesor Yotaro Hatamura, que presidió la comisión de investigación sobre este desastre. Hatamura considera que dos tercios de los 1.121 fallecidos en la prefectura de Fukushima año y medio después del accidente se pueden relacionar con la catástrofe nuclear, “no por los efectos de la radiación, sino por el hecho de no poder retomar su vida”. Todavía hay miles de personas –unas 100.000 según Greenpeace– evacuadas del perímetro de seguridad de 20 km, donde los vecinos de siete municipios confían en volver pronto y, sobre todo, en condiciones seguras.
Las autoridades permiten que los residentes evacuados puedan visitar sus casas de vez en cuando. Yuzo Mihara revisa el estado de su juguetería, con la que se ganaba la vida en Namie, una localidad a menos de 8 km de la central y a la que la mitad de sus vecinos creen que no volverán nunca. / EFE/Franck Robichon
Oficialmente no, pero la Organización Mundial de la Salud (OMS) alerta del riesgo y estudios científicos lo confirman. Las autoridades niponas insisten en que no existe un vínculo entre la incidencia de cáncer en la zona y el accidente nuclear. Sin embargo, en 2015, investigadores japoneses publicaron en la revista Epidemiology un estudio de acceso abierto donde se señala que los casos de cáncer de tiroides –el principal tumor asociado a la radiación– se han multiplicado por 30 en los niños y jóvenes de la prefectura de Fukushima entre 2011 y 2014, respecto a otras regiones de Japón. Diversas instituciones y ONG japonesas también responsabilizan a la radiación de las hemorragias nasales, erupciones cutáneas y otras patologías que afectan a los pacientes con los que tratan diariamente, especialmente en ciudades como Koriyama. Sin embargo, las estimaciones de la OMS –aunque advierta sobre el riesgo de cáncer– señalan que la dosis de radiación en la población fueron, en general, bajas. Nuevos estudios científicos ayudarán a confirmar o desmentir los efectos del accidente nuclear sobre la salud .
En los meses posteriores a la catástrofe se dispararon los niveles de elementos radiactivos en el entorno de la central y se dispersaron por el Pacífico. Como consecuencia de las grietas y los vertidos desde la planta nuclear, en las aguas circundantes se superaron miles de veces los límites legales del yodo-131, cesio-137 y 134. Investigadores españoles también detectaron que el estroncio-89 y 90 aumentó cien veces, y que estos y otros radioisótopos no se han dejado de filtrar al Pacífico. Por su parte, científicos estadounidenses comprobaron que los atunes trasportaron cesio radiactivo desde Japón hasta California (EE UU). En cualquier caso, los niveles han ido bajando con el paso de los años, y en 2016 un equipo japonés ha publicado un estudio en la revista PNAS donde señalan que el riesgo de contaminación es muy bajo en el pescado, salvo en las especies de agua dulce. En tierra, los suelos y las plantas –incluidos los cultivos próximos a la central– también quedaron irradiados, como el ganado y la fauna salvaje. En 2012, científicos japoneses también confirmaron la muerte prematura de mariposas expuestas a la radiactividad en las zonas próximas a la central.
Naoto Matsumura y su amigo Kazuo Endo ayudan a otro compañero a evacuar un poni del municipio de Tomioka, situado dentro del anillo de 20 km de exclusión que rodea la planta nuclear accidentada. / EFE
El Gobierno y los responsables de TEPCO trabajan desde 2011 para atenuar los daños de la catástrofe, una tarea que inicialmente recayó en los ‘héroes de Fukushima’, cuyo valor les valío el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Ahora un ejército de unos 6.800 obreros trabaja diariamente (aunque se turnan por la radiación) para desmantelar la planta y limpiar el emplazamiento, una tarea que durará al menos tres o cuatro décadas. De momento, se va a intentar sacar el combustible gastado que todavía queda en las piscinas de la unidad 3 antes de 2018, y el de las unidades 1 y 2 para 2020. Además, se trata de limitar la cantidad de agua subterránea que se mezcla con la contaminada, con el consiguiente riesgo de fugas al mar, mediante la construcción de un ‘muro helado de tierra’ de 1,5 km de longitud. La zona más próxima a la central tardará mucho tiempo en recuperarse pero, en general, los niveles de radiactividad ambiental han descendido de forma significativa, según las autoridades niponas.
Tras el parón total de todas las centrales nucleares por el accidente de Fukushima, hoy solo cuatro de sus 48 reactores están en funcionamiento (Sendai 1 y 2 desde 2015, y Takahama 3 y 4 desde principios de este año). El Gobierno japonés quiere volver a reactivar esta industria y aprobó en 2015 un plan para que la energía nuclear aporte alrededor de un 21% a su mix de generación eléctrico en 2030. La Autoridad Reguladora Nuclear japonesa (NRA) trata de acelerar el proceso con la próxima puesta en marcha de 16 reactores.
La energía nuclear genera alrededor del 11,5% de la electricidad mundial, aunque su producción se ha puesto en entredicho y ha caído desde el accidente de Fukushima. Según el Foro Nuclear, actualmente operan 442 reactores nucleares en 31 países y otros 66 están en construcción (sobre todo en países como China e India). En la Unión Europea hay 131 reactores en funcionamiento –casi la mitad en Francia– y cuatro en construcción (en Finlandia, Francia y dos en Eslovaquia). Tras la catástrofe, la UE, EE UU y otros países pusieron en marcha pruebas de estrés o resistencia para demostrar la seguridad de sus reactores, incluidos los siete de España, que producen un 20% de nuestra electricidad. La mitad de los estados miembros de la UE (14 de 28) tienen centrales nucleares en operación, pero algunos países, como Alemania, ya han anunciado que cerrarán todas en 2022. El debate sobre la necesidad de esta energía y los peligros que entraña continúa.