Un nuevo paradigma está emergiendo: la necesidad de una ciencia de la ignorancia. A contrapelo del ethos científico que aspira a la omnisciencia, un nuevo grupo de investigadores pone el foco en las crecientes incertidumbres que genera el aumento del conocimiento.
En la edición española de Agnotología, la obra clásica en la materia de lo que sabemos que no sabemos, se advierte que, dependiendo de cómo se manejen las lagunas del saber, se tomarán o no medidas sobre los cigarrillos, los organismos transgénicos o las emisiones contaminantes y se alimentarán o no los negacionismos. Y es que la ignorancia, además de connotar un déficit cognitivo, es un acicate de la investigación, un instrumento para la acción o la pasividad, y un componente fundamental de las relaciones sociales, entre otras tantas dimensiones que no nos podemos dar el lujo de ignorar.
A partir de los años 50 y durante varias décadas, la industria tabacalera estadounidense libró una batalla encarnizada para negar la responsabilidad del tabaquismo en el origen del cáncer. Con ese propósito desplegó toda clase de recursos: desde negar la asociación entre tumores pulmonares y consumo de cigarrillos, hasta insistir en que las pruebas acerca de una relación causal eran insuficientes y se necesitaba más investigación antes de restringir el cuestionado hábito. Sus estratagemas de mala fe —en sus documentos internos admitía lo que negaba en público– llevaron a Robert N. Proctor, historiador de la ciencia de la Universidad de Stanford (EE UU), a interesarse en la ignorancia científica y en su producción y manipulación con fines contrarios al interés general.
Proctor, el primer historiador en testificar contra la industria del tabaco ante los tribunales, recuperó el término ‘agnotología’ acuñado por un lingüista en 1992 a partir del vocablo griego agnosis (‘no saber’), y escribió una obra ya clásica, Agnotología: la producción de la ignorancia, que este año se ha traducido al español.
En concreto, el autor detalla cómo se inducen la ignorancia y las incertezas mediante la retención de información o la publicación de datos engañosos. El caso más flagrante lo ponía el cínico lema de la industria del tabaco: “la duda es nuestro producto”.
Proctor se centra en cómo los intereses corporativos han empleado y emplean la inevitable ignorancia en áreas específicas para bloquear o retrasar medidas preventivas de posibles daños. El modelo dilatorio de las tabacaleras fue adoptado por la industria alimentaria y las empresas mineras y petroleras con similar finalidad (un análisis exhaustivo de estas tácticas lo ofrece Mercaderes de la Duda). Como denuncia el autor, el exceso de celo periodístico por dar versiones “equilibradas” de estas polémicas artificiales contribuyó a darles igual peso en su cobertura, que a las argumentaciones que probaban lo contrario más allá de toda duda razonable.
En los capítulos firmados por los demás colaboradores se repasan otros modos de promoción de la ignorancia. Una es el secreto. El filósofo de la ciencia Peter Galison relata cómo, a partir del Proyecto Manhattan, se transgredió el principio de publicidad distintivo de la ciencia moderna y se comenzaron a ocultar hallazgos científicos en nombre de la seguridad nacional. Por ejemplo, por exigencias de la Guerra Fría se ocultó la existencia del plutonio y de las anomalías magnéticas submarinas, lo que retrasó la verificación de la teoría de la tectónica de placas.
Asimismo, hasta 1995, la información clasificada del Departamento de Energía de EE UU (relativa mayormente a la física nuclear) comprendía 280 millones de páginas, apunta Galison. En este país cada año se clasifican cifras increíbles de documentos y se gastan 5.500 millones de dólares en mantenerlos en secreto.
Portada del libro Agnotología
En otros capítulos se ahonda en las raíces del “desinterés científico” o la “apatía estructural”: las decisiones conscientes de no saber o de rechazar conocimientos específicos. Lo ejemplifican la destrucción de los códices mayas en 1562 a manos de fray Diego de Landa, o el rechazo de los métodos abortivos de africanas y asiáticas por una Europa empeñada en aumentar su natalidad. Otro tanto ocurrió con los genitales femeninos, sumidos durante largo tiempo en un cono de sombras si se los compara con el profuso estudio y las representaciones de sus homólogos masculinos.
Aunque Sócrates sentó las bases de la agnotología al decir “solo sé que no sé nada”, solo muy recientemente hemos tomado nota de la magnitud cósmica de lo que nos falta por saber. El optimismo de la ciencia moderna presuponía que, conforme creciese nuestro bagaje de conocimientos, la ignorancia se reduciría hasta su eventual desaparición. Ahora está claro que cada avance plantea nuevos interrogantes y nos enseña lo mucho que resta por descubrir y comprender. Paradójicamente, el horizonte del conocimiento absoluto se aleja conforme más aprendemos.
Los autores de este libro no se contentan con condenar las dudas malintencionadas y el secreto inútil; defienden que la ignorancia puede ser virtuosa, es decir necesaria, y no solo como un acicate a la investigación.
El anonimato del autor de un paper resulta indispensable para que sea evaluado sin sesgos; la privacidad —el desconocimiento de nuestra intimidad por parte de los demás— es imprescindible en una sociedad democrática; y ciertos saberes conviene que sean olvidados o no desarrollados, como el diseño de armas de destrucción masiva o las técnicas de clonación humana. Por añadidura, el principio de precaución ha demostrado cómo la ignorancia reinante en determinadas áreas del cambio climático puede transformarse en una guía para la acción.
A pesar del desigual interés de los capítulos, todos dejan en claro que la ignorancia es algo mucho más complejo que un simple déficit cognitivo. Al término de su lectura hemos aprendido que se construye; que no conlleva inevitablemente desventajas para los ignorantes; que ejerce una influencia fundamental y omnipresente en la cognición humana; y que es un componente esencial de la cultura y las relaciones sociales.
Familiarizarnos con la agnotología nos ayudaría a gestionar mejor nuestra ignorancia, y así encarar con menos alarmismo fenómenos como las fake news y no dejarnos seducir por las faltas certezas de las teorías conspirativas, entre otras peculiaridades del siglo XXI híperinformado y plagado de incertidumbres.