Nunca había sido tan fácil distinguir entre quienes promueven la salud pública y quienes emponzoñan el aire. Ante la desescalada, preguntémonos si la pandemia puede servir para que más ciudadanas y ciudadanos valoremos mejor el rigor técnico y, en cambio, sintamos más desafección hacia la manipulación.
Acaso parezca inverosímil pero lo veo muy claro: aunque no es sencillo, nunca había sido tan fácil para un ciudadano distinguir entre quienes promueven la salud pública y el bien común, y quienes emponzoñan el aire. No exagero un ápice. Y digo fácil, sí. Solo se trata de que nos fijemos con serenidad en lo que pasa y reflexionemos un rato. Aprovechemos el confinamiento.
Como ciudadanos jamás habíamos tenido una oportunidad tan clara para cumplir un deber democrático con mayor influencia en nuestras condiciones reales de vida: está en juego nuestra supervivencia, muerte, economía, convivencia, modelos de sociedad... Una oportunidad en verdad histórica para distinguir el grano no de la paja, sino de un veneno más dañino que el propio virus: el del populismo, para el que todo vale.
Pido esa reflexión, por favor, en nombre de los centenares de epidemiólogas y epidemiólogos de España y del resto de Europa que tan anónimamente luchan cada hora por conseguir mejorar la información y las intervenciones imprescindibles para pilotar la galerna pandémica. Nuestros compañeros del sistema asistencial, los que atienden personas enfermas, merecen todos los elogios del mundo. Pero ¿aplaudimos también a los epidemiólogos cada día a las ocho de la tarde? Espero que muchos sí lo hagamos.
Cuando escuchamos a quienes hablan de la fase de desescalada en la que vamos entrando, ¿cuánta propuesta apreciamos con fundamento técnico o, por el contrario, cuánta retórica interesada? La Organización Mundial de la Salud (OMS), con sus limitaciones, es un ejemplo (imperfecto, insisto, pero con una eficacia de la que muchos carecen) de los organismos democráticos de gobernanza global que debemos reforzar. Sus propuestas tienen visión social –sin ella no existe la salud pública–, son científicamente fundamentadas (con las limitaciones e incertidumbres que tantos hemos subrayado estas semanas) y ayudan de verdad a nuestras vidas.
Si una comunidad desea empezar la desescalada, debemos analizar si tiene una infraestructura de salud pública capaz de “detectar, hacer pruebas validadas, aislar y tratar a cada caso” y de “localizar a cada contacto" (directrices de la OMS). No es sencillo pero tampoco tan complicado. Solo exige dar más peso a los datos sobre la realidad que a las pasiones ideológicas.
Es un ejemplo clave de criterio técnico: porque es en sí mismo esencial para ser eficientes, porque cumplirlo exige medios y por tanto inversiones considerables y porque es verificable. Antes de ello, los responsables deben probar con información válida, no sesgada, que la transmisión de la enfermedad está bajo control.
Un objetivo fundamental en la fase de desescalada es proteger a los grupos vulnerables de contraer la enfermedad y de fallecer. Las dos grandes vías para lograrlo son reducir la transmisión en la población y mitigar el impacto sobre el sistema sanitario. La estrategia de control de la transmisión se centra en la búsqueda exhaustiva de los casos de COVID-19, su aislamiento inmediato y el seguimiento de sus contactos. Nuestras autoridades deben dejar claras estas metas y en qué medios invierten para lograrlas. Al loro, por favor.
La OMS y las autoridades responsables proponen objetivos específicos con –muy importante– sus correspondientes indicadores para el seguimiento y la evaluación. Siguen tres ejemplos.
Un objetivo es la detección temprana de todos los casos sospechosos de COVID-19, independientemente del cuadro clínico, a través de PCR o de pruebas rápidas de detección de antígenos. El indicador es la proporción de casos sospechosos a los que se realiza una prueba en las primeras 48 horas después del inicio de los síntomas.
Otro objetivo importante es el aislamiento inmediato de los casos confirmados. Se deben explicar con claridad cómo se aplicarán de forma rigurosa las medidas de aislamiento de todos los casos confirmados, independientemente del cuadro clínico. El aislamiento debe ser inmediato y riguroso (domiciliario, hospitalario o en centros específicos), durante el tiempo que los responsables hayan establecido según su protocolo. Un indicador es la proporción de casos confirmados puestos en aislamiento riguroso en menos de 24 horas.
Finalmente, un tercer objetivo que se persigue es la búsqueda y seguimiento de contactos de los casos confirmados. Dicha búsqueda se realiza a partir de la investigación del caso confirmado y debe conllevar un seguimiento activo desde la fecha de inicio de síntomas hasta 14 días después de la última exposición. Hay que identificar y aislar precozmente los casos secundarios asociados a otros casos.
Los indicadores pueden ser: número de contactos identificados, proporción de contractos seguidos durante 14 días y número de contactos que desarrollan síntomas y son confirmados. Los medios necesarios para ello son considerables y en gran medida hoy no existen, sino que deben financiarse, recibir formación y ponerse en marcha. Grandes retos: estemos atentos.
Las noticias y análisis en medios y redes sociales deben centrarse con sosiego en este tipo de objetivos, estrategias, medios y resultados. Creo que los ciudadanos podemos exigir información válida (razonablemente libre de sesgos porque se ha obtenido mediante métodos correctos) sobre todo ello, a la vez que podemos ser comprensivos con las dificultades que surjan y con las incertidumbres que siguen y seguirán existiendo.
Por ejemplo, actualmente parece que podría existir algún grupo de población que, teniendo IgG (anticuerpos que indican que se pasó la infección), mantienen RNA viral, por lo que continuarían siendo infecciosos. Ahí es nada. ¡Respiremos hondo...! ¿Ven en ello alguna etiqueta política? No, porque no tendría sentido.
Lo anterior no contradice la necesidad de juzgar las actuaciones que las autoridades llevan a cabo; al contrario, incentiva el juicio racional y sensato, desprovisto de la vehemencia y truculencia tan habituales. Así mejora el debate ciudadano, las conductas y las políticas, el civismo, la calidad de nuestra democracia: mediante un debate científicamente más informado y educado. No es fácil pero es factible.
Tareas factibles centradas en lo que de verdad importa: evitar contagios, controlar la transmisión de la enfermedad, mantener las mejores condiciones posibles de bienestar físico y mental, evitar muertes –bien sea directamente a causa del virus, bien sea por los efectos de la recesión económica–.
Las dinámicas de trabajo (epidemiológico, sanitario, económico, transectorial, político) que hay que seguir reforzando se basan en la corresponsabilidad y la cooperación entre Gobierno central y Comunidades Autónomas, sin olvidar a los municipios y otros entes intrautonómicos y supraestatales. Y es clave añadir la lealtad entre todos ellos.
Esos procesos de trabajo técnico se basan en unas infraestructuras de salud pública que actualmente son demasiado débiles, como desgraciadamente ya ha quedado bien claro estas últimas semanas, una vez más.
Aquí es donde también veo razones para pensar que mejoraremos, pues cada vez parece más factible sacar del congelador la Ley General de Salud Pública aprobada en 2011 y nunca aplicada. Plausible parece también la consiguiente creación de una Agencia Estatal de Salud Pública que lidere, coordine y apoye a todas las redes municipales y autonómicas. Una agencia de todos, una agencia de Estado.
Objetivos, estrategias y medios, indicadores, evaluación de resultados, rendición de cuentas, buen gobierno. Estas cuestiones sí que mejoran la calidad de nuestras vidas y de nuestra democracia.
Por supuesto que mucho de lo anterior tiene una naturaleza política. La epidemiología, la medicina preventiva y otras especialidades esenciales en salud pública tienen a menudo esa naturaleza; como la tienen tantas otras disciplinas y profesiones (urbanismo, educación, economía, medio ambiente, etc.). Sin menoscabo de ello, muchos evitamos que los intereses partidistas instrumentalicen la ciencia y nuestra actividad profesional. Pero la autonomía entre ciencia y política es a menudo delicada y compleja. ¿Una buena vacuna contra los conflictos? Ser conscientes de ello, de que a veces nos equivocamos y ser diligentes al rectificar.
Dos ejemplos finales, pues, para ilustrar que bien puedo equivocarme y que mis análisis, aparentemente solo epidemiológicos o técnicos, podrían estar sesgados. El primer ejemplo apenas está velado unas líneas más arriba: cuando propongo que “las dinámicas de trabajo deben basarse en la corresponsabilidad, la cooperación y la lealtad entre gobierno central, Comunidades Autónomas, municipios y otros entes” estoy basándome, intuitivamente, en una concepción federal de la salud pública. Sin ser experto en ciencia política.
Segundo ejemplo: aunque no creo que haya abierto ningún telediario a bombo y platillo, estas semanas sí se ha documentado que varias Comunidades Autónomas (CCAA) no han aportado información suficientemente pormenorizada de cada caso de COVID-19 al sistema estatal de vigilancia epidemiológica; por ejemplo, muchos casos declarados por algunas CCAA carecían de datos sobre la edad de la persona, su género y la fecha de aparición de los síntomas de la enfermedad.
Eso es muy grave técnicamente e imposibilita pilotar bien lo que ya he llamado “la galerna pandémica”. Un marino maniatado y ciego. Algo que también mutila los mágicos modelos matemáticos, que se basan así en datos incompletos y de poca validez; una pena entre tantas promesas del big data. Muchos ya valoramos la inmensa relevancia de estos temas por encima de etiquetas electorales.
Y a mayor abundamiento, una convicción racionalmente muy sencilla y que en cambio parece infrecuente: se pueden tener todo tipo de ideas políticas y a la vez valorar las obligaciones que conlleva el espacio geopolítico (España) en el que nos jugamos prevenir que la pandemia tenga efectos más devastadores: más muerte, sufrimiento, pobreza. ¿Inverosímil? Sé de muchas personas con ideas de todo tipo que sí priorizan esas obligaciones.
O ahora o nunca: si en la tragedia que estamos viviendo y en la que intuimos se avecina no somos capaces de anteponer esas obligaciones a las pasiones políticas, entonces jamás ganará lo que de verdad importa –el bienestar, el civismo, la salud, la justicia... la vida antes que la muerte–.
¿Perderemos? Qué terrible lección sería esa sobre la naturaleza de las personas y las sociedades humanas.
Aunque no es fácil, nunca había sido tan fácil para un ciudadano distinguir entre quienes promueven la vida, la salud pública y el bien común, y quienes todo lo intentan emponzoñar por viles intereses. ¡Que gane la vida!
Miquel Porta Serra es médico y expresidente de las respectivas asociaciones de epidemiólogos españoles y europeos.