Gina Rippon, catedrática de Neuroimagen cognitiva en la Universidad de Aston

“Hay que acabar con el azul para niños y el rosa para niñas, son códigos cargados de información”

Es experta en las técnicas de imagen que permiten asomarse al interior de nuestro cerebro y está harta de oír que los hombres son de Marte y las mujeres de Venus. Ella creó el término ‘neurobasura’, con el que denuncia la mala ciencia que trata de justificar ideas obsoletas sobre la naturaleza de unos y otras.

“Hay que acabar con el azul para niños y el rosa para niñas, son códigos cargados de información”
Gina Rippon en la Fundación Ramón Areces, en Madrid. / Álvaro Muñoz Guzmán

Gina Rippon (Essex, Reino Unido, 1950) es catedrática de Neuroimagen Cognitiva en el Aston Brain Centre de la Universidad de Aston, en Birmingham. Ha estado en Madrid, invitada por la Fundación Areces, para presentar su libro El género y nuestros cerebros: La nueva neurociencia que rompe el mito del cerebro femenino.

En su libro, Rippon explica por qué no existe un cerebro de hombre y otro de mujer, sino cerebros que van cambiando “según las experiencias que el mundo te ha ofrecido hasta ese momento”, empezando por el primer momento en el que vestimos a las niñas de rosa y a los niños de azul.

Llama al empeño en diferenciar el cerebro masculino del femenino 'el juego del topo', esa máquina recreativa en la que aplastas un topo con una maza pero este vuelve a aparecer una y otra vez en otro sitio. Explíqueme la metáfora.

Es bastante gráfica: alguien asegura haber hecho un descubrimiento sobre cómo o por qué hombres y mujeres son distintos. Entonces llegan unos científicos y dicen: “Bueno, eso no es exactamente así, no está nada claro o no hemos sido capaces de replicar esos resultados”. Así que el supuesto descubrimiento queda descartado. Pero al día siguiente abres un periódico y, oh, ahí está de nuevo.

¿Por qué esta idea vuelve una y otra vez?

Porque encaja con cómo mucha gente vive su vida y ve el mundo, y por eso no les gusta demasiado cuando la ciencia dice “oye, eso no es exactamente así...”. El problema es que los primeros supuestos descubrimientos científicos que apoyaban esta idea encajaban con la sociedad del momento: mujeres y hombres tenían su lugar en el mundo y esos lugares eran muy diferentes entre sí. Los descubrimientos de esa época dieron respaldo científico a tales diferencias. Desde entonces muchos científicos han alertado de que aquellos estudios primitivos no se han podido replicar y de que muchos trabajos posteriores no apoyan esa idea.

Y aun así todavía reaparece de vez en cuando.

Estamos en el siglo XXI y aún nos encontramos con esas ideas e imágenes en libros de texto y en páginas web. Es algo que encaja con las creencias de mucha gente, así que se aferran a ello con mucha más fuerza y durante mucho más tiempo de lo que se aferrarían a una idea que les pareciese inapropiada. Es lo que se llama un sesgo de confirmación.

“Muchos científicos han alertado de que aquellos estudios primitivos sobre cerebros femeninos y masculinos no se han podido replicar”

En la primera parte del libro habla de cómo se han intentado medir esas diferencias en los dos últimos siglos: primero el cráneo y su forma; luego el cerebro, su tamaño y su estructura; después las hormonas y sus variaciones; también la psicología y sus intentos por medir el comportamiento humano; para terminar concluyendo que, o bien esos factores no se pueden medir, o bien las hipótesis de partida eran incompletas.

Sí, o las dos cosas.

En definitiva, que no está claro qué medir ni cómo medirlo a la hora de evaluar las diferencias cerebrales entre géneros.

Hubo un gran interés en estas mediciones cuando se empezó a estudiar el cerebro porque realmente no había otra forma de analizarlo. Lo único que se podía hacer era eso: pesarlo, medirlo, mirar algunas de sus partes...

Pero lo llamativo es que hoy seguimos igual. Utilizamos técnicas más sofisticadas pero seguimos midiendo el tamaño del cerebro y sus estructuras. Miramos a determinadas áreas y decimos: “Oh, vaya, tienes no sé qué parte más grande, eso quiere decir X” y entonces viene otro y dice: “No, pero tiene esta otra parte aun mayor, eso quiere decir Y”. Y la verdad es que los científicos aún no saben lo que todo esto significa en términos de comportamiento o habilidades.

Rippon

Rippon durante la entrevista con SINC. / Álvaro Muñoz Guzmán

Después surgieron nuevas técnicas de imagen cerebral, más modernas y sofisticadas, pero la situación no mejoró demasiado. Apareció lo que usted llama la 'neurobasura'.

Efectivamente. Nos emocionamos mucho con estas técnicas, los escáneres cerebrales, los TAC, porque prometían ser una ventana abierta para ver el cerebro en pleno funcionamiento. Así nacieron esos mapas de colorines del cerebro en libros y revistas en los que se suponía que veíamos activarse las distintas áreas con una tarea u otra... pero en realidad la filosofía no era muy distinta de la anterior —cuanto mayor o más activa tengas un área del cerebro, mejor serás en algo—.

Y entonces surgieron los libros tipo Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus y similares, que tuvieron muchísimo éxito porque supuestamente demostraban científicamente esas diferencias cerebrales por sexo en las que mucha gente cree y que han dado pie, por ejemplo, a iniciativas de educación segregadas por sexos: los niños son más competitivos y las niñas más colaborativas, de forma que lo mejor es educarlos por separado.

Creo que aquí la ciencia ha caído en la madriguera del conejo, con tanto mirar los tamaños, cuando hay formas mucho mejores de estudiar el cerebro y cómo funciona.

“La ciencia ha caído en la madriguera del conejo con tanto mirar los tamaños, cuando hay formas mucho mejores de estudiar el cerebro y cómo funciona”

¿Como cuáles?

Formas más sutiles. El cerebro funciona a una escala de milisegundos. Sería mejor analizar el cerebro en el tiempo y cómo se conectan y desconectan sus partes, cómo pasa la información de unas a otras, etc. Creo que ahí es donde podemos encontrar las diferencias sexuales.

No niega entonces que haya diferencias sexuales en el cerebro. De hecho, en el libro lo dice: sí, las hay, pero no son las que todo el mundo ha escuchado una y otra vez.

Sí creo que las hay, no soy una negacionista de las diferencias sexuales. Pero no son las que popularmente se cree y no vamos a encontrarlas si nos limitamos a medir el tamaño del cerebro y sus estructuras porque no creo que sean solo cuestión de anatomía ni que sean algo innato e inmutable marcado por los genes, sino que están determinadas por las influencias externas.

En el libro se refiere a esas diferencias como una profecía autocumplida. Explíqueme eso.

Hay un estudio del que hablo a menudo que creo que es un gran ejemplo de esto. Se supone que la habilidad espacial, lo de leer los mapas y demás, es una característica típicamente masculina, algo en lo que los hombres se supone que son mucho mejor que las mujeres. Es una idea muy popular.

Se hizo una encuesta en Estados Unidos donde efectivamente se encontró esa diferencia por sexos en lo que se refiere a las habilidades espaciales. Pero los autores del estudio decidieron no quedarse ahí y separaron a los participantes, no por sexo, sino por su experiencia previa en el manejo de estas habilidades espaciales.

¿Con qué juguetes jugaron cuando eran niños y niñas? ¿Tuvieron juguetes de construcción? ¿Qué hobbies han tenido después? ¿En qué deportes les gusta participar? ¿Tienen ocupaciones relacionadas con el manejo del espacio? Y encontraron que si tenían en cuenta el entrenamiento, experiencia y cognición espacial, las diferencias sexuales desaparecían.

Así que no tiene nada que ver con el supuesto cerebro femenino que no sabe leer los mapas...

Claro que no. Tiene que ver con lo que sabes, con lo que has aprendido, con las experiencias que el mundo te ha ido ofreciendo hasta ese momento. Y creo que es un buen ejemplo de lo que son realmente las diferencias sexuales: características que surgen como resultado de que a los niños se les ofrecen más juguetes de construcción que a las niñas y por tanto se sienten más cómodos trabajando esas habilidades, lo cual termina siendo una buena explicación de por qué eligen con más frecuencia dedicarse a la ingeniería.

“Sí creo que hay diferencias sexuales, pero no son las que popularmente se cree y están determinadas por las influencias externas”

Entonces es algo sobre lo que podríamos influir.

Sí, creo que es una visión más optimista, porque si vemos que una influencia externa es dañina podemos intentar cambiarla. La clave está en que ahora sabemos que el cerebro es plástico, que cambia y se adapta, algo que no sabíamos hace treinta años.

Ahora tenemos nuevas formas de entender el cerebro y podemos aplicarlas para ver si realmente los cerebros son distintos o es que sufren cambios y adaptaciones distintas, lo que lleva a hombres y mujeres a terminar teniendo distintas expectativas, ambiciones y ocupaciones.

Gina Rippon es profesora de neuroimagen cognitiva en el Aston Brain Center, Aston University, Birmingham. / Álvaro Muñoz Guzmán

El proceso empieza cuando somos bebés. El cerebro de un recién nacido ya recopila información de su entorno y de las personas que hay en él, de si son hombres o mujeres y de cómo se comportan según esa clasificación.

Los cerebros de los bebés son auténticas esponjas.

Algunas de esas diferencias sexuales no son fáciles de evitar, como que (habitualmente) su primera cuidadora será su madre, es decir, una mujer. Pero a partir de ahí, ¿cómo podemos evitar que esa profecía se termine autocumpliendo?

“En la infancia el efecto de los estereotipos de género es fuerte y estos terminan formando parte de nuestras identidades, creencias y normas”

Una cosa muy simple sería terminar con la costumbre del azul y el rosa. No más azul para los niños y rosa para las niñas. Parece una tontería y mucha gente no le da mayor importancia, pero esos colores tienen un significado, son un código poderosísimo cargado de información.

Sin darnos cuenta desde pequeños les hacemos constantemente este tipo de distinciones que los niños y niñas captan e interpretan porque están buscando información que les ayude a ubicarse y a sentirse parte de un grupo. Esta es la edad en la que el efecto de los estereotipos de género es más fuerte y al final terminan formando parte de nuestras identidades, creencias y normas sociales.

Los estereotipos, aunque tengan mala fama, también tienen su utilidad, según cuenta en el libro.

Sí, claro. Nuestro cerebro es una máquina de hacer predicciones que nos ayuden a navegar por la vida y siempre está buscando atajos. Los estereotipos son un tipo de atajo.

libro

El libro de Rippon, traducido al castellano, invita a superar una visión binaria de nuestros cerebros. / Álvaro Muñoz Guzmán

Entonces podríamos argumentar que los estereotipos en realidad son algo bueno y que no hay por qué cambiarlos o eliminarlos.

Es un argumento que tiene su lógica, y que de alguna forma te encuentras cuando hablas con madres y padres que quieren que su hija o su hijo esté preparado para la sociedad en la que va a vivir, que encaje. Podríamos estar de acuerdo si el mundo fuese un lugar perfecto y feliz, si todo fuese bien.

Pero luego miras estadísticas sobre salud mental, el número de mujeres que padecen depresión, trastornos alimentarios o autolesiones, o el número de hombres que se suicidan... y está claro que esos estereotipos que nuestro cerebro utiliza como atajo no son buenos para todo el mundo.

Por otro lado, hay cuestiones relacionadas con la igualdad que también hay que tener en cuenta aquí, por ejemplo, por qué las mujeres están infrarrepresentadas en la ciencia. La ciencia necesita desesperadamente científicos de cualquier tipo, así que el hecho de que el 52 % de la población piense que la ciencia no es para ellas es malo para la ciencia y para todos.

“Criamos a los niños para ser valientes y a las niñas para ser perfectas. Así las chicas no quieren empezar algo en lo que se pueden equivocar, ¡pero ese es el modo en que avanza la ciencia!”

Sobre el tema de las mujeres y la ciencia hay un intenso debate. Unos defienden que existe un sesgo que aparta a las mujeres de las carreras científicas y contra el que hay que pelear, y otros opinan que todos somos libres de elegir y que si las mujeres prefieren otras carreras hay que dejarlas en paz. ¿Usted qué opina?

Pues que si eso fuese verdad, si de verdad fuesen libres para elegir, por supuesto que diría “ok, es su elección”. Pero cuando analizas qué es lo que aleja a la gente de determinadas elecciones, por qué toman las decisiones que toman, te das cuenta, entre otras cosas, de que la ciencia tiene una cultura muy misógina, y que si te fijas en cómo se mide el éxito en la ciencia, efectivamente existe un sesgo que perjudica a las mujeres.

Reshma Saujani, impulsora de la iniciativa Girls Who Code ('chicas que programan') dijo una vez que criamos a los niños para ser valientes y a las niñas para ser perfectas. Así las chicas no quieren hacer algo en lo que se pueden equivocar, ¡pero precisamente ese es el modo en que avanza la ciencia! Por no hablar de que todas hemos oído a científicos e ingenieros protestar cuando empresas como Google tratan de reclutar a más mujeres. “¡Pero si no tienen las habilidades adecuadas!”, etc.

Así que volvemos al inicio: ¿realmente es una elección libre si en una de mis opciones me están dejando claro que no me quieren allí, que me van a penalizar si me equivoco y que no me van a recompensar si acierto? Porque esto último también ocurre: el año pasado un matrimonio ganó el Premio Nobel de Economía y hubo una nota de prensa anunciándolo en la que el marido aparecía con su nombre completo y su título, y ella era descrita como “su mujer”. ¡En 2019!

Fuente:
SINC
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