Almudena Martín Castro es licenciada en Bellas Artes y en Física; pianista y divulgadora de ciencia bajo su nick @puratura. Desde la universidad la persigue una pregunta: ¿A qué se refieren los físicos cuando dicen que una ecuación es ‘bonita’ y cómo se relaciona este concepto con la armonía musical? Ahora trata de encontrar respuestas en su primer libro, del que publicamos un extracto.
Un tipo se acerca caminando a un chalet por un camino rodeado de plantas. Al llegar al umbral, se detiene, llama al timbre y una pareja entrada en años le abre la puerta. Por su reacción —ese tipo de sonrisa cándida que hace entrecerrar los ojillos—, resulta evidente que conocen al visitante, probablemente le tengan hasta cierto cariño. Pero también está claro que su llegada no había sido anunciada. La pareja viste de manera informal, algo a mitad de camino entre un pijama y la ropa que uno se pondría para ir a comprar el pan. Él está visiblemente despeinado, ella lleva le acompaña con su flequillo desdentado. Ninguno de los dos parece saber qué hace el visitante en frente de la puerta de su casa.
─Tengo una sorpresa para vosotros —aclara entonces, el recién llegado—. Es cinco sigmas alrededor de 0,2.
En una fracción de segundo, el rostro de los dos ancianos se transforma, apenas pueden contener la emoción. Con un breve suspiro (“¿Descubrimiento"), ella se lanza a abrazar al tipo del umbral (“Sí”, le confirma él). El anciano pide una y otra vez que le repitan el mensaje, cauto primero, visiblemente emocionado después. Parece a punto de echarse a llorar. Ambos son profesores de Física en la Universidad Stanford y el visitante inesperado, compañero suyo, acaba de anunciarles una noticia largamente esperada: su teoría física, el trabajo de toda una vida, acaba de ser confirmada experimentalmente.
Más allá del significado de sigma, este es un vídeo sobre emociones humanas. Tras décadas de especulación, un equipo de astrofísicos parece haber encontrado en el cielo las huellas de una idea que nació primero en la cabeza ya canosa del protagonista que abre la puerta
Esta escena no es una ficción ni un diálogo imaginado. Fue grabada por las cámaras de la Universidad Stanford y recorrió Internet como la pólvora a comienzos de 2014. Se convirtió en el más improbable de los vídeos virales. En él no aparecen gatitos, ni bebés, ni ningún listado de consejos cotidianos (“El cuarto te sorprenderá”). Tampoco hay celebrities, ni escándalos. Son tres físicos a quienes nadie conoce, diciéndose algo que casi nadie entiende: “cinco sigmas alrededor de 0,2”. Y aun así, en solo un par de días, acumuló más de dos millones de visitas, sin contar todos los medios que lo replicaron en sus propias plataformas digitales.
Aún hoy el contador sigue creciendo. Gracias a esta grabación, podemos ver la primera reacción de Andréi Linde al conocer los resultados obtenidos por BICEP2, un telescopio superavanzado situado en el polo sur de la Tierra. Junto a él se encuentra su esposa, Renata Kálosh, y quien les trae las buenas noticias es Chao-Lin Kuo, líder del equipo que acababa de publicar los resultados tras una larga investigación. Los tres son cosmólogos, científicos de élite en algunos de los grupos de investigación más punteros del mundo, tres sabios contemporáneos que se dedican a rascar los límites del conocimiento humano entre fórmulas matemáticas imposibles y la tecnología más precisa de nuestra era.
Pero no hace falta saber nada de física teórica para entender de qué va el vídeo de la universidad de Stanford. Más allá del experimento y de los aciertos de la teoría de Linde, más allá del significado de sigma o lo que sea que mida ese 0,2, este es un vídeo sobre emociones humanas. Tras décadas de especulación, un equipo de astrofísicos parece haber encontrado en el cielo las huellas de una idea que nació primero en la cabeza ya canosa del protagonista que abre la puerta. Y el momento de recibir la noticia es, por puro contagio, emocionante:
—No esperábamos a nadie —bromea Linde en el vídeo—. Renata pensó que probablemente sería algún tipo de envío y me preguntó si había pedido algo. ‘Sí’, le dije. ‘Lo pedí hace treinta años, y por fin ha llegado’.
Por otra parte, la escena no podría ser más cercana. Linde y su esposa se nos presentan a cámara no como los héroes invencibles que suelen pintar las películas (científicos omniscientes y eternos, a salvo de toda duda). Todo lo contrario: son dos seres humanos en el umbral de su domicilio, haciendo cosas de humanos como esperar al mensajero un domingo, o vestir ropa cómoda para estar en casa. Son como tú y como yo, vulnerables. Y es esa vulnerabilidad la que nos permite empatizar con su alegría, pero también con sus dudas.
Al final del vídeo, un Linde todavía emocionado se pregunta:
—Si esto es verdad, este es un momento de conocimiento de la naturaleza de tal magnitud que es abrumador. Esperemos que no sea solo un engaño. Siempre vivo con esa sensación. ¿Y si me estoy engañando? ¿Y si creo en esto solo porque es bello?
A muchos quizás les sorprenda el interrogante de Linde. Un físico hablando de belleza, invocando un ideal que no podría estar más alejado de su propia disciplina, en apariencia. La pintura, la escultura, el cine… las por algo llamadas “bellas” artes parecen más adecuadas para abordar estos temas. Y sin embargo, en mi experiencia personal, durante mi paso por las facultades de Ciencias y de Bellas Artes, escuché muchas más veces exclamar “¡qué bonito!” a los profesores de física que a los de dibujo o escultura.
Es una paradoja que suelo contar en mis charlas de divulgación. Pero revela una realidad que va mucho más allá de la anécdota graciosa. Vivimos un tiempo en que la academia del Arte ha dado la espalda progresivamente al placer de los sentidos como criterio de valoración estética. El discurso contemporáneo suele priorizar otras formas de apreciación artística más abstractas e intelectualizadas. Paralelamente, la física ha reclamado para sí el placer estético, no solo como fuente de disfrute y de belleza, sino también como posible criterio de verdad. Algunos científicos célebres, como Paul Dirac, parecen haber hecho suyos los versos del poeta John Keats:
La belleza es verdad y la verdad belleza —nada más se sabe en esta tierra, y nada más hace falta.
No se trata de una belleza puramente visual, eso sí, sino de una especie de sencillez conceptual acompañada de un gran poder explicativo. Las teorías o fórmulas más bellas son aquellas que, de repente, consiguen que las distintas piezas “encajen” y resultan extrañamente satisfactorias, como meter el USB a la primera o encontrar un mueble con las medidas exactas del hueco que te queda en el salón. Es una belleza abstracta, sin duda, perceptible solo para aquellos que pueden aferrarse a conceptos matemáticos arduos a menudo. Pero es también una belleza que tiene mucho que ver con los sonidos musicales y con su manera de “encajar” (armonizar) entre sí.
Fue una de las hoy consideradas bellas artes la que contagió a la física su expectativa de belleza. Gracias a la música, los griegos pudieron comprobar que las cuerdas relacionadas por proporciones numéricas sencillas daban lugar a combinaciones sonoras agradables para el oído o consonantes. Es un fenómeno que, como veremos, tiene su explicación última en la física y en cómo funciona nuestro sistema auditivo. Pero casi tan interesantes e inesperadas fueron sus consecuencias para la historia de la física y de la música: estudiando el sonido de una cuerda, los griegos concluyeron que la belleza misma debía emanar de la perfección de los números. Por ese motivo, los científicos y matemáticos no solo debían perseguir la verdad, sino también que sus ecuaciones fuesen “bellas” (o, en honor a una larga tradición, “armónicas”).
La música, a su vez, fue considerada una rama de las matemáticas y formó parte de la educación de las élites durante toda la Edad Media en Europa. Esto significa que gran parte de los grandes pensadores, protocientíficos y filósofos occidentales estudiaron de manera conjunta astronomía, matemáticas, geometría y música. Hoy conocemos a Ptolomeo como astrónomo, a Leonhard Euler como matemático, a Johannes Kepler como físico. Pero hay algo que tienen en común, y es que todos escribieron sobre música. La huella de esta tradición llega también hasta nuestros días, con físicos como Max Planck o el mismo Einstein, que decía obtener una de las mayores alegrías de su vida de su violín. Incluso hoy, cuando la música ha sido relegada a un segundo plano en la búsqueda de conocimiento científico, mencionar la belleza matemática parece casi un requisito en el discurso de agradecimiento al premio Nobel de la Física.
Sin embargo, no existe la belleza desinteresada. Allí donde algo nos da placer, a menudo se esconde la biología, disfrazada bajo capas y capas de cultura. Sus incentivos nos han ayudado a sobrevivir en el pasado y a menudo nos permiten desenvolvernos mejor en nuestro día a día. Pero también dan forma a nuestros sesgos perceptivos y cognitivos: atajos emocionales para problemas complejos de nuestro entorno, que no tienen por qué ayudarnos a comprender mejor los entresijos de la física teórica. Durante siglos, los físicos han perseguido las ecuaciones más sencillas, las explicaciones más parsimoniosas y armónicas, a menudo inspiradas directamente en conceptos musicales. Esta búsqueda ha dado lugar a algunas de las ideas más asombrosas, bellas y memorables de la historia del conocimiento. Pero también ha sembrado el camino de muchos equívocos, en ocasiones mantenidos durante siglos. Cabe preguntarse, entonces, si la belleza es quizás un sesgo, ¿debería usarse entonces como criterio de verdad?
Almudena M. Castro posaba en 2019 para SINC en la sala de estudiantes de la Universidad Carlos III de Madrid. / Álvaro Muñoz Guzmán / SINC
Título: La lira desafinada de Pitágoras
Autora: Almudena Martín Castro
Género: Ensayo
Editorial: HarperCollins
Fecha de publicación: 18 mayo 2022
Idioma: Español
Tapa blanda: 416 páginas