El estrés, la inseguridad y la falta de alternativas son riesgos psicosociales graves para la comunidad investigadora. ¿Qué ideas de mejora se proponen? Muchos reclaman el fin de las jornadas interminables, echan en falta formación en liderazgo y cuestionan el sistema de evaluación de la calidad científica.
Este reportaje es el tercero de una serie que analiza los riesgos de salud laboral en la carrera investigadora, señala sus causas y propone alternativas.
Al menos uno de cada tres estudiantes de doctorado manifiesta problemas importantes de salud mental, según algunos estudios. En el primer artículo de esta serie se citaban las causas que parecen estar llevando a esta situación. Asumiendo que no existe una solución única ni fácil, en esta tercera entrega se recogen datos y propuestas para paliar la realidad actual.
Una de las causas del malestar tiene que ver con la escasez de puestos una vez que se avanza en la carrera investigadora, una pirámide de base muy ancha en la que se suceden contratos temporales, hasta que la mayoría se ve expulsada por la dificultad extrema de acceder a los escalones superiores. Es un problema de difícil solución, acentuado por la estrecha visión actual de lo que es un doctorado.
Fernando Maestre, director del Laboratorio de Ecología de Zonas Áridas y Cambio Global en la Universidad de Alicante, reivindica: “Los jefes deberíamos ser conscientes de que hay vida después de la academia, que quien no sobrevive a este entorno no es ni mucho menos un fracasado”.
Como decía Matthew Lane, investigador en ingeniería de materiales, “parte del trabajo de un científico es investigar y publicar. Pero también buscar otro trabajo”.
Algunos centros ya empiezan a incorporar sesiones de información sobre caminos alternativos, como industria, ventas y marketing, política científica, propiedad intelectual o comunicación científica. Pero todavía son pocos y los estudiantes se enfrentan a reticencias. Esto decía Justin Chen: “Asistíamos, pero manteníamos nuestros planes en secreto por miedo a que [nuestros jefes] nos tomaran menos en serio. Era mejor hacerles creer que no estábamos interesados en hacer contactos con el otro lado”.
Gráfico elaborado a partir del informe 'The Scientific Century: securing our future prosperity' de The Royal Society, 2010. / José Antonio Peñas, SINC
Gregory Petsko, presidente de la comisión que las Academias Nacionales de los Estados Unidos crearon para analizar la experiencia de los investigadores posdoctorales, decía: “La educación durante el doctorado es excelente y deberíamos animar a hacerlo a cuanta más gente podamos (...) El problema está en lo que los investigadores jóvenes piensan de sí mismos: no creen que sean capaces o que tengan las habilidades necesarias para enfrentarse a cualquier otra cosa”.
En general, lo que les falta son las herramientas para saber adónde quieren ir.
Para Maestre, un doctorado desarrolla una gran cantidad de competencias, como “la capacidad crítica, de análisis de datos o de toma de decisiones, tan valorada por las empresas privadas. Si empezamos a considerar la carrera científica solo como una opción, entonces disminuye la presión”.
Una guía oficiosa publicada en Australia sostenía que un doctorando debía trabajar 50-60 horas semanales. Un profesor de Caltech envió una carta personal a un estudiante para recriminarle haber faltado algún fin de semana al trabajo.
Estos horarios no son excepcionales. Una encuesta en Nature reveló que el 38 % de los 13.000 investigadores jóvenes de todo el mundo que respondieron trabajaban más de 60 horas, y el 9 % más de 80.
Ahora bien, ¿está ligado este enorme número de horas a una mayor productividad?
Hay pocos datos objetivos, pero sí se pueden hacer valoraciones. Un artículo publicado en Nature ofrece una estimación de las horas de trabajo de los investigadores sénior en doce países europeos. En los extremos están Alemania, con la mayor cantidad de horas reportadas (50 semanales), y Holanda, con los horarios más limitados (hasta doce horas menos semanales).
Podemos pensar también en Estados Unidos como otro ejemplo de cultura con gran número de horas dedicadas, y en los países nórdicos como iconos de horario fijo con salida hacia las 5 de la tarde. (En la segunda entrega de esta serie entrevistamos a las representantes de los investigadores españoles en cuatro de estos países). Los datos extraídos de una encuesta reciente, también de Nature, a estudiantes de doctorado de todo el mundo, apuntan en esta dirección.
Por otro lado, las horas de dedicación pueden compararse con los resultados de un estudio de 2014 que analizó la productividad científica de 18 países, tanto en número de publicaciones —corregido por la financiación dedicada a I+D— como a su calidad, medida por el factor de impacto medio en ciencias naturales, médicas y de la vida.
Aun asumiendo las limitaciones de esta comparación, los datos indican que, en número de publicaciones, tanto EE UU como Alemania están claramente por detrás de Holanda y de Dinamarca. En impacto, EE UU se sitúa entre estos dos países, con Alemania a cierta distancia de ellos. Finlandia, Noruega y Suecia están por delante de los países con más horas de trabajo, con una calidad comparable a la de Alemania.
Es decir, el número de horas dedicadas no es directamente proporcional al número de publicaciones y a su relevancia.
A la izquierda, número de publicaciones relativas al gasto en I+D en 2012 (en unidades estandarizadas) e impacto medio normalizado de las publicaciones en el periodo 2009-2011, según un estudio publicado en 2016. A la derecha, horas semanales de dedicación al trabajo de los investigadores sénior en diferentes países de Europa, de acuerdo con otro estudio de 2013. A pesar de las limitaciones de esta comparación, no parece existir una relación directa entre las horas de dedicación y la productividad o la calidad. / J. A. Peñas, SINC
“Hay que desterrar el mito del investigador obsesionado día y noche con su trabajo, que sacrifica continuamente tiempo con su familia, amigos y hobbies”, sostiene Maestre.
“Trabajar 50-60 horas a la semana es un error que lastra la originalidad y la creatividad. En nuestro grupo no lo hacemos, trabajamos nuestras 40 horas semanales con fines de semana y vacaciones. Es cierto que hay picos de trabajos puntuales, pero es falso que deban ser sostenidos en el tiempo. Y nos va muy bien, tanto en términos de financiación como de publicaciones”. Su grupo cuenta, por ejemplo, con una beca Consolidator Grant, una de las más prestigiosas concedidas por el Consejo Europeo de Investigación.
María Blasco, directora del CNIO, reconoce que “en el trabajo de laboratorio, especialmente en los niveles de formación, a veces el proyecto puede exigir que haya horarios flexibles. Al final, sin embargo, debería respetarse la jornada laboral”.
Los estudios económicos apuntan una relación bidireccional entre felicidad laboral y productividad. Aunque una pequeña investigación entre posdocs no encontró una asociación clara entre ambas, tampoco observó que fuera negativa.
Los estudios de salud mental concuerdan al señalar la dificultad de conciliar la vida laboral y personal como la principal causa de malestar en los investigadores; y mejorar esta situación no parece que fuera a disminuir la productividad, sino muy posiblemente al contrario.
La conciliación entre vida personal y laboral incluye el tiempo familiar, pero también otros aspectos, como el tiempo particular, para amigos o hobbies. Estos últimos se vienen reclamando últimamente como una medida, no solo de bienestar, sino también para impulsar la resolución de problemas y la creatividad.
“Debemos dejar de pensar en los hobbies y el trabajo como un juego de suma cero [donde a más de uno, menos de otro]”, sostiene Alex Clark, vicepresidente de investigación en Universidad de Alberta y coautor del libro How to be a Happy Academic. Como decía Bailey Sousa, directora del Instituto Internacional de Metodología Cualitativa de la misma universidad y coautora del libro, “la gente esconde sus hobbies o finge que no hace nada fuera del trabajo porque está preocupada por lo que piensen los demás”. Como sucedía con Justin Chen y la formación en carreras alternativas.
Sin embargo, “no podemos impedir que alguien quiera dedicar muchas más horas que las estipuladas”, sostiene Maestre. Eso puede dar lugar a una lucha desigual entre quienes deciden vivir o sacrificarse así, quienes no pueden vivir así o los que no sientan que un trabajo deba ser así.
“Es cierto que eso puede dar una ventaja competitiva a corto plazo, pero los jefes debemos ser conscientes de que no es sostenible en el tiempo y que a la larga puede afectar a la originalidad y calidad, incluso al ambiente del grupo”, insiste Maestre.
En cualquier caso, muchos contratos no dependen de la decisión de los jefes, sino de un currículo valorado por instituciones externas. “Eso es cierto en España, pero no tanto en otros países. Al menos, en lo que podamos, debemos valorar más cosas”, dice Maestre.
María Blasco, por el contrario, piensa que “lo peor que le podría pasar a la ciencia es que se dejase de medir el mérito científico de manera objetiva y que entrasen apreciaciones subjetivas y, por lo tanto, manipulables. Decía la premio Nobel Elizabeth Blackburn, y yo coincido con ella, que en el mundo de la ciencia ella siempre se sintió segura, refiriéndose a que se reconocía su trabajo de una manera objetiva, y que podría tener una relación de igual a igual con sus compañeros de laboratorio”.
La cultura de adicción al trabajo puede afectar particularmente a las mujeres. Como explica Bryan Gaensler, astrónomo en la Universidad de Toronto, “su número disminuye drásticamente en cada escalón más alto de la escala profesional”.
Numerosos estudios corroboran esta afirmación, como los informes periódicos de la Comisión Europea, que incluyen el llamado gráfico en tijeras: las mujeres son mayoría al inicio de la carrera científica (55 %), pero su representación cae hasta menos del 25 % en los puestos más altos.
“Esta tubería con fugas tiene muchas causas, sin soluciones fáciles. La realidad es que los roles de padres y cuidadores no están distribuidos equitativamente por género, y menos aún en el caso de los científicos. Por lo tanto, si la comunidad sigue el consejo [de dedicar un excesivo número de horas] estamos fomentando aún más una cultura que impide que las mujeres con talento tengan éxito en sus carreras. Y eso limita la calidad y la amplitud de las ideas y los descubrimientos”, explica Gaensler.
En el CNIO, dirigido por María Blasco, “no solo tenemos horarios flexibles, además, no se ponen reuniones esenciales después de las 16h y se da un año extra por cada hijo antes de la evaluación de los jefes de grupo. Tenemos una oficina de mujeres y ciencia que vigila los temas de género y de conciliación”.
En la primera parte del reportaje se mencionó a la excelencia como un concepto cada vez más criticado, incluso por la propia Comisión Europea. La hipercompetitividad generada no solo perjudica el ambiente en los laboratorios, sino la calidad de la propia ciencia, cada vez más acusada de falta de reproducibilidad. Su consecuencia más evidente se resume en el lema “publicar o perecer”.
Para Fernando Maestre, “aunque se ha dicho muchas veces, merece la pena recordar que el factor de impacto de las revistas no se diseñó para evaluar los resultados individuales, y que es un deficiente indicador de la calidad de la investigación”. Sin embargo, gran parte de los expertos se muestran incapaces de señalar un modelo alternativo.
Desde la Comisión Europea se preguntan si “la excelencia podría ser un término equivocado para evaluar la calidad de la investigación científica en un mundo en el que los procesos, y no solo los resultados, están cada vez más sujetos a un escrutinio ético y social”.
Esta es la propuesta de investigadores de varias instituciones, entre ellas el King´s College de Londres :
Cambiar la narrativa basada en la excelencia por otra centrada en los términos solvencia y capacidad.
Recuperar y potenciar el concepto de ciencia normal propuesto por Thomas Kuhn, donde la calidad se basa en los procedimientos y no en los resultados. Eso no solo otorga control y resta presión, sino que resalta la importancia de los resultados negativos (que descartan hipótesis) y la comprobación y examen de resultados previos (que evita efectos bola de nieve incorrectos).
Crear un sistema de financiación en que la práctica totalidad de los grupos reciban un dinero base, que podría aumentar por incentivos. Eso disminuiría la presión agobiante por publicar y aumentaría la diversidad en la investigación.
Además, señalan en la revista Nature, hay otras formas de compartir datos que deben valorarse, además del artículo tradicional. Y aspectos a tener en cuenta que se están obviando. ¿Puede una universidad que no está ofreciendo la formación adecuada ser considerada verdaderamente excelente?
Dos tercios de los jefes de grupo confiesan no haber recibido ningún tipo de curso en formación y liderazgo, y la mayoría lo están reclamando.
“Yo he aprendido por prueba y error —reconoce Maestre— y me seguiré equivocando, pero igual que hay cursos para mejorar la docencia deberían ofrecerse cursos de liderazgo sobre como lidiar con problemas personales del día a día en los laboratorios, para evitar discriminaciones, para alertar ante casos de bullying o de prácticas deshonestas. Las instituciones deberían enseñarnos a tener entornos de trabajo más saludables, porque hay que tener en cuenta además que las capacidades que los estudiantes quieren desarrollar no tienen por qué ser las que yo como jefe quiero que tengan”.
Algunas instituciones están creando nuevos puestos de trabajo: son los responsables de ciencia sostenible. Se encargan de mejorar el ambiente de trabajo en el centro, atendiendo a problemas surgidos y aspectos a mejorar, al parecer con buenos resultados.
En este gráfico sintetizamos sugerencias para jefes extraídas de los artículos de Fernando Maestre: Seven steps towards health and happiness in the lab y Ten simple rules towards healthier research labs.
Ya sea de esa o de otras maneras, “las instituciones deben hacer una labor de vigilancia sobre sus propios grupos”, reclama Maestre, porque “las condiciones laborales y el bienestar siguen siendo un tema tabú, como demuestra la cantidad de investigadores trabajando sin contrato o el miedo a denunciar por posibles represalias. En realidad, bastaría casi con que la ley se cumpliera”.
A Maestre le gusta decir que “los laboratorios deberían ser lugares donde se formen investigadores, y no donde se destruyan personas”. Porque “este es un problema real, extendido y global. No es nuevo, pero sí es nuevo que se hable de ello”.
Que continúe la conversación.