La repentina merma del olfato y el gusto podría ser uno de los síntomas de COVID-19. No se trataría de la primera infección que produce alteraciones de las percepciones nasales, también causadas por traumatismos, tumores, abuso de drogas y exposición a toxinas.
En sus casi 70 años de carrera, el neurólogo y escritor Oliver Sacks atendió y narró toda clase de casos en los límites de la experiencia humana. Como un neuroantropólogo, este médico, que murió en 2015, coleccionó historias de personas que convivían con una gran diversidad de trastornos neurológicos.
Uno de los relatos que le llamó la atención y que registró en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero es el de un hombre marcado por una intensa sensación de ausencia. “Nunca había reparado en el sentido del olfato, pero cuando lo perdí fue como quedarme completamente ciego”, le reveló a Sacks este individuo que había sufrido una lesión en la cabeza, la cual deterioró gravemente sus áreas olfativas. “La vida perdió mucho de su sabor… uno no se da cuenta de hasta qué punto el sabor es olor. (...) Todo mi mundo se empobreció radicalmente de pronto”.
Estas semanas muchas personas experimentan la misma sensación que aquel hombre. En el Reino Unido, Alemania, Francia, Estados Unidos, Corea del Sur, Italia y España, un número cada vez mayor de individuos han reportado la pérdida parcial o total del olfato (anosmia) junto con otros síntomas de COVID-19.
La preocupación existe. En un artículo publicado en Nature, investigadores alemanes detallaron haber encontrado concentraciones extremadamente altas de coronavirus en el tracto respiratorio superior de nueve pacientes con síntomas leves de la enfermedad que podrían explicar la disminución de la capacidad de detectar olores (hiposmia) o sabores (ageusia) en algunos infectados.
Días atrás, también, los otorrinolaringólogos Jérôme Lechien y Sven Saussez, de la Universidad de Mons en Bélgica, coordinaron un estudio realizado por 33 investigadores en 12 hospitales europeos con 417 pacientes (263 mujeres y 154 hombres) que presentaban síntomas leves de COVID-19. Detectaron que el 86 % de ellos presentaba trastornos del olfato y el 88 % alteraciones del gusto. Las mujeres eran las más afectadas.
No sería la primera vez que un virus provoca una afección de las células nerviosas que se encuentran en el techo de las fosas nasales. “Las alteraciones del olfato se pueden dar por infecciones de toda clase de virus como el de la gripe, el virus sincitial respiratorio humano, rinovirus, adenovirus”, indica la otorrinolaringóloga Graciela Soler, fundadora del Grupo de Estudio de Olfato y Gusto (GEOG) de Argentina e integrante del Clinical Olfactory Working Group (COWoG), un grupo internacional de investigadores apoyado por la European Rhinological Society. “Hay virus que pueden ir más allá y dañar células del bulbo olfatorio en el cerebro”.
En un informe conjunto, la presidenta de la British Rhinological Society, Claire Hopkins, y Nirmal Kumar, presidente de la asociación de otorrinolaringólogos inglesa (ENT UK), dijeron que se cree que los coronavirus previos representan entre el 10 y el 15 % de los casos de anosmia.
Se conocen más de 200 virus que afectan a las células de la mucosa olfatoria y dañan los receptores del olfato, causando que pierdan las finas terminaciones que les permiten recoger las moléculas odoríferas.
“Una de las ideas en este momento es que partículas del nuevo coronavirus se adhieren a las fibras nerviosas de las neuronas ─explica el biólogo Hanns Hatt de la Universidad Ruhr Bochum─ e interfieren con la línea de impulso eléctrico”.
En el caso de una anosmia provocada por una infección viral, se trata de una pérdida brusca del olfato que persiste, por ejemplo, después de la congestión nasal que acompaña el resfriado común. En otros casos, estos trastornos pueden darse por alergias, por hinchazón de la nariz y los senos paranasales (como la sinusitis crónica), como consecuencia de traumatismos, tumores cerebrales, uso continuado de drogas, por exposición a toxinas como el amoníaco, formaldehído, solvente de pintura y cloro y por enfermedades como sífilis, meningitis, esclerosis múltiple, párkinson y alzhéimer.
En menor proporción, la anosmia puede ser congénita. Algunas personas nacen sin sentido del olfato. El síndrome de Kallman, por ejemplo, es una alteración genética rara que se presenta más en hombres que en mujeres. Las personas que la padecen tienen problemas de fertilidad y son incapaces de oler.
Examen para medir la capacidad de distinguir entre olores. / Rockefeller University
La Organización Mundial de la Salud estima que el 5 % de la población es anósmica, o sea, que no puede percibir ningún olor ni tampoco saborear la comida, dada la íntima conexión entre el olfato y el gusto. Lo único que pueden distinguir es su textura y temperatura.
Ya lo dijo Jean Anthelme Brillat-Savarin en La fisiología del gusto (1825): “El olfato y el gusto son de hecho un solo sentido cuyo laboratorio es la boca y su chimenea la nariz”.
Nuestras narices albergan alrededor de 6 millones de receptores olfativos de unos 400 tipos diferentes. Las variaciones genéticas afectan la forma en que funcionan. Es decir, no hay dos personas que huelan el mundo de la misma manera.
Un cambio en un solo receptor basta para alterar la forma en que una persona percibe ciertos olores. El genetista Andreas Keller de la Universidad Rockefeller de Nueva York asegura que cada persona tiene al menos un odorante ─es decir, una sustancia emisora de aroma─ que no puede detectar, algo así como un punto ciego olfativo que hereda de sus padres. Por ejemplo, hay gente incapaz de oler la vainilla. Otras personas no distinguen el aroma de las fresas.
Año a año nuevos hallazgos despojan a nuestra nariz de sus misterios. Investigaciones recientes muestran que los seres humanos tenemos la capacidad de oler incluso antes de nacer. Según el biólogo francés Benoist Schaal, los fetos aprenden a distinguir aromas a partir de la dieta de su madre.
“Los bebés nacidos de madres que consumieron dulces o bebidas con sabor a anís al final del embarazo mostraron una preferencia estable por este olor ─señalan los estudios de este investigador del CNRS─, mientras que aquellos bebés cuyas madres no consumieron estos productos mostraron aversión”.
La Sociedad Española de Otorrinolaringología y cirugía de cabeza y cuello estima que 400.000 españoles que padecen anosmia no son conscientes de ello. En otros sitios, en cambio, se desconoce el número. Nunca ha habido un censo sobre el tema. Se presume que el número de estadounidenses con un sentido del olfato alterado supera los dos millones.
Ante la falta de datos oficiales en Argentina, la médica Graciela Soler decidió realizar su propia encuesta: detectó que el 12 % de la población de Buenos Aires sufre déficit del sentido del olfato.
La disminución olfativa no es para tratar a la ligera. La calidad de vida de las personas que nunca han olido el aroma del café por la mañana o que han perdido la capacidad de oler una tostada se ve afectada: por ejemplo, son incapaces de reconocer la comida en mal estado.
No pueden percibir el olor del humo, el propio olor corporal o el de un escape de gas, lo cual incrementa el riesgo de sufrir accidentes domésticos y amplifica las inseguridades en las relaciones sociales así como las posibilidades de padecer depresión.
Cuando el neurobiólogo Thomas Hummel, de la Universidad Técnica de Dresde, le preguntó a un grupo de anósmicos qué olores echaban de menos, muchos respondieron lo mismo: el olor de sus seres queridos.
Una investigación conducida por Robert Henkin, del Centro de Trastornos Sensoriales de la Universidad de Georgetown, sugiere que alrededor de la cuarta parte de las personas que padecen desórdenes olfativos sienten disminuir su impulso sexual.
Además, aquellos con un olfato alterado suelen ser más propensos a ser obesos, debido a que tienden a preferir alimentos con sabores más fuertes, salados y con mayor contenido graso.
Existen además indicios de que el deterioro en la habilidad para identificar olores en ciertos casos es uno de los síntomas más precoces y comunes de varias enfermedades neurodegenerativas, entre ellas el alzhéimer y el párkinson, que lentamente erosionan la habilidad de distinguir un aroma de otro.
Cuatro sociedades científicas del Reino Unido y de España han recomendado la inclusión de las alteraciones del gusto y el olfato entre los síntomas de sospecha de infección por COVID-19.
En los casos estudiados, la pérdida del olfato en pacientes con COVID-19 parece durar solo un corto período de tiempo. Los investigadores belgas de la Universidad de Mons constataron que el 44 % de los pacientes recuperaron su sentido del olfato después de 15 días. “Los otros pacientes deben tener una buena esperanza de recuperación, lo que podría hacerse dentro de los 12 meses posteriores al inicio de los síntomas”, explican.
Pese a que los mecanismos para la recuperación del olor siguen siendo misteriosos, los investigadores confían en la plasticidad neuronal del sistema olfativo, en sus habilidades regenerativas a partir del entrenamiento.
Además de ser el sentido más difícil de cuantificar y definir, así como uno de los más complejos y primitivos, el olfato aún hoy está rodeado por el misterio. Es culturalmente desvalorizado, pese a que a lo largo de nuestra evolución nos ayudó a sobrevivir como especie al mantenernos alejados de comida en descomposición o atentos a la presencia de depredadores.
Los neurocientíficos estadounidenses Linda Buck y Richard Axel identificaron los genes que lo controlan recién a principios de los 90, por lo que recibieron el Premio Nobel en 2004.
En el siglo V a. C., Platón asoció al olfato con los impulsos básicos. Para filósofos como Descartes y Hegel, era un sentido inestable que no aportaba valor científico alguno. En el siglo XVIII, mientras Rousseau lo ensalzaba como “el sentido de la imaginación”, en Königsberg, Alemania, Kant lo consideraba más una fuente de disgusto que de placer.
En un país convulsionado, el anatomista francés Hippolyte Cloquet emprendió una investigación pionera. Fue el primer médico en realizar un estudio en profundidad sobre el olfato: Osphrésiologie, ou traité des odeurs (1821).
Además de esbozar una clasificación aromática, Cloquet dilucidó la fisiología de las náuseas resultantes de olores desagradables y describió 1821 patologías de la nariz.
Cloquet murió en 1840 por complicaciones debido a su alcoholismo. El novelista Gustave Flaubert lo elogió, a su manera: “Un médico brillante, inmerso en la ciencia pero no menos en el vino”.
Un siglo después, el otorrinolaringólogo francés Frédéric Justin Collet continuó su trabajo y sistematizó las patologías del olfato a comienzos del siglo XX. En L’odorat et ses troubles (1904), destacó la anosmia congénita, la anosmia senil, la anosmia de la menopáusica, y otras anosmias relacionadas con algunas enfermedades de las fosas nasales. Allí también distingió la cacosmia ─la percepción como desagradables ciertos olores agradables─, la hiperosmia ─la exaltación de la sensibilidad olfativa─ y lo que llamó la parosmia o “perversión del olfato”.